Diario de Castilla y León

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Acabó la investidura de Feijóo que en realidad nos parecía la de Sánchez, pues dábamos por hecho que no la ganaría ni con la intervención de la Divina Providencia. La sensación que hoy tenemos no puede ser más decepcionante: parece que vivimos fuera del tiempo, que no va con nosotros, que es cosa de políticos. Vamos, que nos resbala. No sé… como si estuviéramos en ese tiempo romanticón que nos contaba Shelley junto a las aguas del golfo de La Spezia que fueron su último refugio: «¿Quién ante ti, mar infinito, puede vivir sin temblar?».

Pero dejemos de lado estos aparejos romanticones que no van a ningún sitio. Hablamos de política, que es la mordida del tiempo más insufrible de la modernidad sometida, y que usa ese tiempo con gran desparpajo. Es decir, con una facilidad pasmosa para crear el desbarajuste, para desbaratar leyes y convivencias, para laminar al oponente, y para lanzar cuatro frescas como si el tiempo de los políticos fuera el remedio para «los casos desesperados» de los hombres que decía Cervantes en una de sus novelas.

Tampoco demos a estos políticos del desparpajo la profundidad filosófica que no tienen. Como no van más allá de una investidura, nos hablan constantemente de tiempo y de tiempos, de que ahora no es el tiempo, y de que ya habrá tiempo en otro momento. O sea, de sus desparpajos, porque la filosofía del tiempo se la traen floja. Para nada les interesa lo que dijera Parménides: que el tiempo es eteno y no cambia. O lo que escribió Heráclito, el filósofo llorón: que el tiempo era cambiante y que nunca nos bañábamos en la misma agua. Éstos de ahora –los del desparpajo– hacen filosofía del tiempo con el tuntún y con las hojas de las berzas.

Y sin embargo, hemos visto en esta investidura desparpajeante dos concepciones del tiempo contrapuestas y operantes. A unos, con un tiempo moderado en economía, en valores, en desarrollo ideológico, y en propuestas sociales como… como si copiaran a Parménides instalado en un lago sin vaivenes, plácido: oh inmovilidad del infinito. Los otros, hablan de un tiempo caníbal, devorador, de hostiones infernales, y tan violento como el almorranero de mi pueblo que curaba los dolores del culo con ketchup chitpole. Resultado: Feijóo ha perdido, y Sánchez ha ganado. Lo demás son desparpajos propios de la ley D’ Hondt.

Hablamos, por tanto, de una consecuencia dramática en política. Cuando a la batalla de una investidura se sale jodido, hay que jugarse algo muy fuerte: la cabeza, el sueldo, el pellejo, el futuro. Razonar y explicar todo como en un catón para niños, no sirve de nada. ¿Para qué sirvió la manifestación de Felipe II en la que no creía el staff de Feijóo? Sólo para que los bares de los alrededores se llenaran porque no cabían en la plaza.

Se trata de una lamentable dubitación ante el uso correcto del tiempo. En política, como en la guerra, el tiempo de ganar y el tiempo de perder no admite cavilaciones, y mucho menos bandazos. No es lo mismo el tiempo de una manifestación, que el de una reunión de adeptos, el de una concentración, el de un seminario, o el de un mitin. Dependiendo de ese tiempo tan específico y vital, hay que cargar la pluma, las baterías, las mentiras a medio gas, el tiro y las razones prácticas.

¿Qué le pasó el 23 de Julio a Feijóo? Que no actualizó su tiempo, y cayó en la trampa que le tendieron sus chanquetes del verano azul y farmacéutico. Se agarró al PNV y a Junts como una lapa: como si viera en ellos un rescoldo de fidelidad o de conciencia compartida. Sólo la señora Ayuso sobrevoló el nido del cuco y el tiempo del desparpajo: puso a gente nueva, desatascó cañerías, y se desenganchó de los viejos burros de la noria con una razón práctica: ya nadie va en burro.

Sin embargo, Sánchez maneja el tiempo del desparpajo como pocos. Cuenta con una ventaja enorme sobre sus enemigos: sabe que para derribarlo necesitarían bazokas de 155 mm, y sabe que no están dispuestos a dispararlos porque son así de considerados, de educados, de petimetres, de cobardes, de complejines, de pactistas. Como no tiene conciencia, usa el tiempo como le da la gana. Para él no hay tiempo bueno o malo, sino la oportunidad de hacer y deshacer, de ordeñar la vaca, de disparar a la concordia, de explotar la igualdad, de coser los ojos al vivo con el bramante Frankenstein, y de dar al manubrio para que el burro siga dando vueltas a la noria del fascismo y de la extrema derecha hasta… hasta que revienten las cinchas.

No paran aquí sus provocaciones. Cuando Sánchez acude a la Constitución con un desparpajo insistente, quiere decir que, en su aplicación más estricta, nunca le ganará la oposición. ¿A dónde conduce esto en términos democráticos? Que tiene razón: que hay que cambiar la Constitución con urgencia y sin tardanza por una razón de peso: el puñado escaso de votos separatistas, filoetarras y de golpistas, no pueden doblegar la voluntad de 48.345.223 millones de españoles, pero de hecho la someten. Esto sólo es posible con un atajo de ovejas, en paraísos dictatoriales, o en una sociedad de esclavos.

Los votantes de ahora –bizcos tras la investidura– ven este tiempo del desparpajo político con gran distancia. En realidad sólo nos queda lo que narra Conrad en su famosa novela El negro del Narcissus. Aparece aquí un pobre marinero que no hacía otra cosa que vomitar en medio de los vaivenes y de las tormentas. El capitán del barco, viendo la piltrafilla de humanidad que tenía abordo, no daba crédito y le dijo un día: ¿pero hasta cuándo va resistir usted en este barco de sus pesares? Y contestó el pobre negro lleno de coraje: «Tengo que vivir hasta que me muera». Lo suscribo, y hasta la galerna siguiente.

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