Diario de Castilla y León
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¿Desconcertados aún? Dejemos la tontería. Las matemáticas siempre dan. 14 días antes de las elecciones –en el inicio de la campaña electoral–, este servidor hizo sus cuentas. Publiqué aquí una columnita titulada «Vuelve, a casa vuelve», que tenía una ilustración de Puigdemont, y dando por hecho que sus votos serían esenciales para formar Gobierno. Algunos lectores me contestaron con lindezas que ninguna madre se merece, y que he olvidado por la sencilla razón de que agua pasada no mueve molino.

Permítanme –ahora que esos mismos siguen preguntándose si en realidad eran galgos o podencos, los que avistamos el domingo pasado, que tiene guasa la cosa–, recordarles algunos puntos que, previos al descorche, hice ahí y que vienen al caso, pues hoy son la rabiosa y pura actualidad en estas jornadas de despiece y de análisis político, tras unas elecciones traumáticas, que muchos siguen llamando «inesperadas».

Un poco de seriedad antes de iniciar hoy lunes la diáspora del mes de agosto. Que yo sepa, aquí nadie se chupa el dedo ni ata los perros con longaniza. Y como lo que escribí está publicado tal cual, repetiré las reflexiones acusadoras que entonces lancé a la cara de los políticos–adormideras que hacen de las campañas una telonería para niños que piden por anticipado la llegada de los Reyes Magos.

Lo que dije fue tan evidente que hasta la policía podía haber intervenido sin más preámbulos para preservar lo que hasta ahora entendíamos por moral democrática: que un golpe de estado no es tolerable, y que un ladrón no puede ser exonerado de sus latrocinios sin previo reembolso. Y ello por mucho que Yolanda Díaz ignorara que algo habría que hacer con Puigdemont, o por mucho que Sánchez negara que ya había enviado a Waterloo una panda de mariachis para cantarle al golpista y al supremacista catalán la tierna canción del Almendro: «Vuelve, a casa vuelve,/ te esperamos». Todo un escándalo de república bananera y podrida, escribí ahí.

Pero claro, en la dramaturgia electoral las cosas se plantean al revés, como ha sido el caso del 23-J. Ante el cúmulo de tonterías y situaciones chuscas, al votante nos ha ocurrido como al bueno de Woody Allen que, siendo niño, pidió a sus padres un perro, pero «como mis padres eran pobres, sólo pudieron comprarme una hormiga». Total, que no he tenido otra opción que plantearle a mi psicólogo, que es ducho en las contradicciones de la vida y en los intríngulis del entendimiento, algunas de esas dudas para equilibrar los entuertos que han supuesto para muchos las pasadas elecciones generales.

Como respuesta me remitió a la gran autoridad del norteamericano Carl Rogers, que murió en 1987, y que hizo escuela con su «Teoría de la personalidad», marcando un camino muy importante en las conductas del hombre moderno mediante el desarrollo de la creatividad y de la adaptación ante lo irremediable, pero sin marcar «pautas directivas». ¡Cómo nos impactó esto a los muchachos de mayo del 68! Era fascinante, por ejemplo, cómo el gran psicoterapeuta criaba mariposas en su invernadero para que esas criaturas vivieran su propia naturaleza libres y sin condicionantes.

Según mí psicólogo, todo el pensamiento de Rogers se sustenta en un hecho práctico, simplicísimo e irrevocable que adopta toda personalidad ente el medio que le rodea, y que repetía el terapeuta norteamericano con mucha frecuencia: «cada uno reacciona ante una realidad sólo como la percibe». Y esto, mi querido Antonio, y no le des más vueltas a la cabeza, es lo que ha ocurrido en las elecciones de la semana pasada. Tú que estudiaste psicología en tu carrera de filosofía, puedes sacar las consecuencias políticas pertinentes.

Así, como si el problemón fuera tan fácil de aplicar en una columna en la que todo lo que arde suele ser leña. Pero el hecho es que –independientemente de que aún sigamos pensando después de ocho días si lo que percibimos en las elecciones eran galgos o podencos–, tiene razón mi psicólogo. Lo que propone Rogers con su teoría de la percepción es pura psicología cuántica, progre, utópica, carísima, y susceptible de aplicar en política sin más consideraciones.

Sánchez –un golfo sin demasiadas contemplaciones sobre lo que es verdad y mentira, el bien y el mal, o lo que sean galgos o podencos–, con una asombrosa habilidad es hoy en día el discípulo más aventajado de Rogers. Por ejemplo, con un golpista y con un independentista como Puigdemont, percibe la superación de la sedición y de la malversación como lo más normal del mundo para gobernar en una democracia a la española.

Y todo porque la mitad de sus votos son la base de referencia matemática y única para ajustar la realidad tal y como esa mitad –que es la suya y la del Frankenstein en apoteósica superioridad moral–, la percibe. La otra mitad de votantes que no es golpista, ni sediciosa ni malversadora, ni violadora, ni llega al rodapié de lo que el gran Roger llama la «figura superior» como empatía transformadora, hay que laminarla con el rodillo de puntada ciega de una máquina de coser.

Y no hay más que decir ni plantear aquí mientras el señor D' Hondt haga las cuentas en la democracia española. La única diferencia es que Sánchez domina esas matemáticas a la perfección con el megalodón de Puigdemont y con la voracidad del filoterrorista Otegi. En cambio el PP de Feijóo, ignorando las matemáticas y que la tierra se mueve como decía Galileo –«Eppur si muove!»–, ha diseñado ingenuamente una campaña contradictoria y furibunda contra la suma de VOX, siguiendo las pautas de Sánchez. La lección, matemáticamente, ha sido un drama: España ha perdido, y ha ganado un Sánchez cada vez menos democrático y más autócrata.

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