La importancia de llamarse X
Que sí, y todo el mundo sabe que no desvelo ningún misterio. En el fondo y en la superficie le importa todo un soberano comino. Me refiero a la lista de importantes que forman parte en la política del tirano Sánchez y de su tiranía añeja. La nómina es tan infinita como el arte del rodapié. Y tan larga que no cabe en el título de una columna que, según indican expertos en inteligencia artificial, debe hacerse con un lema corto, impactante, y que encima no tenga vuelta de hoja. Así, como si fuera tan fácil hacerlo como decirlo.
La verdad es que para el doctor Sánchez –ya le han escrito el segundo tomo de su mein kampf, o lucha particular frente al poder en Tierra firme– todos sus colaboradores y afines, vengan de donde vengan, se llaman X. Le da eXactamente igual el nombre o apellidos que tengan de pila –Puigdemont, Otegi, Conde-Pumpido, Álvaro García Ortiz, Patxi, Armengol, Esteban González Pons, y un amplio etcétera–, si a la postre todos suenan y contribuyen a fomentar con creces «La importancia de llamarse Ernesto» de Oscar Wilde. En definitiva, a la importancia de llamarse Sánchez: «un nombre divino, con música propia que produce vibraciones», según escribía, medio en broma y medio en serio, el gran autor inglés poco antes de su caída en desgracia.
Se preguntarán no obstante: ¿y qué carajo tiene que ver la tiranía de Sánchez con La importancia de llamarse Ernesto? Un paralelismo brutal y nada gratuito. Hablamos, en primer lugar, de la misma comedia teatral, en la que dos tipos inmorales –Jack y Algernon– dicen llamarse Ernesto porque, ay, ese «nombre divino» en inglés se pronuncia igual y suena a «serio». O sea, y tomando las distancias oportunas, que la genial obra de Wilde podríamos traducirla al español, y sin falsear un ápice su contenido, como «La importancia de ser serio». Y claro, señores, aquí surge intraducible la primera carcajada o superchería: ¿alguien con dos dedos de frente puede tomarse al divino Ernesto Sánchez como a un personaje serio?
Pues los hay, y vean en segundo lugar. Como en la comedia de Wilde, el divino Ernesto, ya Sánchez con atributos en X, también quiere transformar la sociedad victoriana de la Transición, tan seria y con principios moralizantes e igualitarios, por otra de tócame roque, y muchísimo más liviana y divertida que la constitucional que nos rige. ¿Y esto? Pues ya ven: por puro aburrimiento. Y por algo que ahí mismo se nos dice como principio irrefrenable en la nueva nomenklatura progre: «la verdad es raramente pura y nunca simple».
Para convencernos del peso y de la clarividencia que arrastran estos valores tan serios al alcance de la mano –¡aproveche la ocasión que se le ofrece y no sea tan idiota y tan fascista!–, entran en la comedia de Wilde, como parte sustancial de la intriga y en contra de la hipocresía que cunde en los salones de la alta sociedad política, cultural y de género, dos mujeres providenciales: Gwendolen –encopetada y refinada–, y Cecily que lleva la frivolidad progresiva hasta en el doblete de las enaguas. Ambas a porfía y con flores a María, se enamoran, cómo no, de Ernesto Sánchez con un fin arrasador y tumbativo: «El único deber que tenemos con la historia es reescribirla».
Vemos por tanto, que mucho antes que Lenin, ya había leninismo en la literatura de 1895. Tras la reescritura de la historia que proponen los protagonistas de Wilde, se acabaron, señores míos, las novedades romanticonas –«el amor no tiene nada que ver con la lógica», se dice aquí como absoluta novedad–, y se acabaron también las categorías serias y de importancia severas que proceden de Aristóteles, de Platón, o de «la navaja de Ockam», a la que tanto se acude como fenómeno inglés como si fuera una cuchillería de Albacete.
Con la investidura de Ernesto Sánchez –y tercer paralelismo para la eXpiación pecaminosa–, lo que se inaugura en la escena política es la categoría de lo guay, de lo frivolón, y de la mentira, a partir de una broma maravillosa que actualiza uno de los personajes más serios de Wilde: «la vida es demasiado importante como para tomársela en serio». Principio que Ernesto Sánchez, a la altura del percebe en suspensión, santifica con esta mendrugada que Wilde populariza como si vendiera alpiste: «¡Oh, la diversión, la diversión! ¿Qué otra cosa atrae a la gente?».
Y en esta consigna de incesante cencerrada en procesión, se encierra toda la importancia de llamarse Ernesto Sánchez. El repertorio, como dije al principio, es interminable con la X sin despejar o con los números eXactos. Otegi y Puigdemont son Ernesto Sánchez porque ellos son la pareja de Wilde para hacer del patri-matrimonio político un aburrimiento animado por una metralleta antediluviana. Conde-Pumpido y Álvaro García Ortiz, son la pareja de flautistas que riman las leyes de Ernesto Sánchez a los acordes de un mandril que pierde el culo. Patxi y Armengol no son más que eXtensiones de acordes divinos para que las partituras de Ernesto Sánchez suenen a badana lisa. ¿Y Esteban González Pons? Aunque milite en el PP, es otro importante con X que, como padre solícito, quiere que su hijo viva, honradamente, de la mística empresa Gazprom que tutela Putin con el permiso del ernestísimo Sánchez.
Al final de esta comedia de gilipollez pija –que Wilde resume como un soberano «absudo para dividir a la gente en buena y mala»–, el personaje John descubre que se llama Ernesto. Igual que nosotros hemos descubierto con la investidura del tirano Ernesto Sánchez que quiere expoliarnos hasta el turrón Antiu XiXona en estas Navidades. Pero este servidor, se queda con los pampanitos verdes, hojas de limón,/ la Virgen María, Madre del Señor. Feliz Navidad.