Diario de Castilla y León
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NUNCA. Jamás habíamos visto una película tan compleja, de corruptelas, irrespetuosa, rompedora, inexplicable, inmoral, obscena, inhumana, y de una actualidad tan rabiosa que se parece, como una gota a otra gota, al rodaje de la investidura de Pedro Sánchez. Después de ver mil veces El Padrino –con un Vito Corleone que Marlon Brando elevó a la categoría más cínica de cualquier rectitud–, parecía que hasta los criminales, los asesinos en serie, los ladrones y los facciosos, tenían ética, líneas rojas, su conciencia estrechita pero cierta conciencia al fin.

Hasta que en 1985 –dirigida por John Huston y protagonizada por Jack Nicholson–, nos llegó, puño en alto, El honor de los Prizzi. Un peliculón tremebundo que te dejaba sin reacción en el cine o en casa. Era, y sigue siendo, acojonante porque se pone el mundo por montera: lo mismo se salta las normas más elementales que rigen en cualquier mafia, como se pasa por la pernera cualquier código de conducta social y política.

Pero no estoy aquí hoy para contarles una película –que conocen igual o mejor que yo–, y de la que está dicho todo, sino para hacer el ajuste de una realidad política insolente y de proporciones devastadoras. Me refiero al juego macabro que está montando Pedro Sánchez con su investidura y que, al igual que Jack Nicholson, abre la espita de una sobreactuación desvergonzada, suculenta, y con un cinismo supersónico, cruel e inaceptable.

Vayamos al fondo. ¿Dónde está la diferencia entre el actor de Hollywood y Pedro Sánchez? La comparativa ofende. Nicholson es un gran profesional representado ficciones. Sánchez no es más que un aspirante a dictador que quiere colarnos una pantomima indecente que, de entrada, crispa al consumidor: que la verdad sea mentira, que la mentira sea verdad, que un delincuente como Puigdemont dicte las leyes, y que las leyes reflejen la universalidad de una delincuencia indiscriminada. O sea, un cesarismo totalitario.

¿Y dónde estaría la coincidencia entre El honor de los Prizzi y el honor del PSOE de Sánchez que, con más de cien años de honradez, sigue envenenando la política española, aunque a no todos nos guste esa compota en su versión más identitaria y descarnada? En esto, la similitud mafiosa con los Prizzi sería absoluta. En apariencia, se basa en la voluntad despectiva que, según Epícteto –filósofo estoico que fue esclavo en la Roma clásica–, despachó así en uno de sus Fragmentos: «jamás seré un obstáculo para mí mismo». En realidad, y siguiendo la plantilla de los regímenes totalitarios más modernos, ambos relatos –el de los Prizzi y el del PSOE de Sánchez– se amparan en una unanimidad altamente cualificada. Toda esta maraña se resume en una sola palabra que socava cualquier otra consideración peliculera o política: traición.

Las capitulaciones públicas, firmadas hace unos días entre Sánchez y Puigdemont, son la prueba de cargo de un matrimonio emparedado y con mortaja en forma de cruz. Esta traición básica y contundente ya ha dejado de ser un concepto especulativo –al que se agarraban los juristas más estrictos y debiluchos, y los tontos de capirote del no puede ser que esto suceda–, para convertirse en una aplicación sistemática, en un desguace de la convivencia, en una parodia ideológica, en una filfa con un solo horizonte: que paguemos los españoles sin rechistar esta juerga golpista. Y lo hacen con la misma desvergüenza desleal y fascio-nazi-comunista –todo en el mismo paquete– ante una situación, dicen, que no tiene salida, y que se plantea con la misma jeta de Charley, el Prizzi de las ocurrencias en calzoncillos ante la rubia despampanante: «¿La mato? ¿O me caso con ella?». Tú verás, hijo de perra.

De momento Sánchez ya se ha casado con Puigdemont, y éste, por boca de una de sus corruptas como él –la golpista Laura Borràs–, le ha respondido con el cinismo de una rubia salida del club más selecto de La pícara Justina  que, exactamente, tenía el honor en el mismo lado del jergón al que apuntaba el Prizzi de los duelos y de los quebrantos: «Sánchez durará lo que dure su palabra». O sea, nada. La palabra de Sánchez tiene los mismos quilates que la estopa en una camisa, o la pureza de una puta a la que eliges cual fiel amiga tal y como refiere el adagio popular.

En todo caso, el apaño durará el tiempo estricto y el necesario para consumar su traición, que se concreta en estos objetivos básicos: proclamar la amnistía que blinde a golpistas, supremacistas, ladrones, filoterroristas, violadores y demás golfos; conseguir la independencia de Cataluña como la nación que nunca fue; acabar con la Justicia como poder independiente, encarcelando o persiguiendo de oficio a cuantos jueces y fiscales aplicaron en su día la ley vigente; acabar con la equidad entre ciudadanos libres e iguales; y fracturar, de una vez por todas, el estado de derecho en la España milenaria de manera total y totalitaria, irreversible, e inapelable.

Todo lo cual pretenden conseguir con la celeridad del viento –éste y no otro es su propósito de enterradores–, y venderlo, además, con el envoltorio peliculero y canallesco del  honor de los Prizzi, ya en PSOE prizzisurizado. El embrollo, en falcon, durará lo justo y ni un minuto más. A no ser, claro está, que el poder judicial se plante, y que el pueblo español se eche a la calle harto de estas mandangas y de estas humillaciones que van de Pedro a Prizzi como en la película mafiosa: tenemos que «renegociar» el honor. O sea, la pasta y la cama con la misma delicadeza de Charley: por ahora esta «es mi mujer, padrino. No la puedo matar». Pero no lo dude, en cuanto pueda, me la cargaré sin problemas. Tiene huevos la huevera.

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