A degüello
Fin de las zarandajas. Sabíamos perfectamente que el doctor Sánchez, con tal de mantenerse en el poder, haría a cara descubierta lo que desde el jueves ya es un hecho consumado en descaro y en protervia bolivariana: liquidar la democracia en España costara lo que costara. Lo suyo se parece a esas tiranías en estado puro que, como «forma de gobierno, y aun partiendo de buenos principios, cae en todo género de vicios», y que a finales del siglo XVI –1599– ya denunció el padre Mariana en su libro De Rege.
Sánchez en apariencia, y hasta ahora, ha sabido nadar y guardar la ropa. Lo ha hecho con la cosmética del buen nadador en la puerta de un colegio para forofos: empachándose con borrufallas, es decir, con hojarascas. Nos ha vendido que no es un tirano al modo tradicional, sino en todo caso –y como una excepción piramidal– cual un dictador moderno que se zambulle en una piscina olímpica con un rostro de cemento armado, y con una sinceridad tan absoluta como peligrosa: miente sin pensar, piensa como miente, olvida en un mismo día lo que piensa y miente, y ejecuta sus acciones con una vocación patibularia y sin escrúpulos hasta hacer de lo prohibido una ruleta rusa.
Lo más pasmoso de esta praxis reside en la metodología de retroalimentación. En consecuencia, y de puertas afuera –mirando a Europa y al mundo de Hollywood–, el doctor Sánchez resulta infalible con su falcon, con su pose de Mortadelo a su pesar, y con ese glamur de vulpeja empresarial que consume democracia como si fuera un fabricante de chuches al por mayor. Hay que reconocerle la habilidad más espectacular como crupier de casino: allí donde va, abre una sucursal frankensteiniana como si inaugurara en Las Vegas una floristería low cost.
De puertas adentro –o sea, para el consumo nacional–, la cosa cambia. Aquí el rictus de Sánchez se le afila en vertical como si entrara a degüello en una cuchillería de Albacete. Y es que a estas alturas de la película ya no puede mentirse a sí mismo con el dulce canto de alondra que entona todo buen tirano. Sabe que le llaman traidor y felón. Por esto, allí donde va le cantan, con advertencia premonitoria, lo que antaño denunció Juan de la Cueva en el célebre Romance del rey don Sancho, allá también por el año 1583: «Guarte, guarte, rey don Sancho,/ no digas que no te aviso,/ que de dentro de Zamora/ un alevoso ha salido».
Y entonces, olvidando sus modernidades y estrecheces digitales, emerge a degüello, como un viejo resorte, el Sánchez más borde y tradicional –tiranía innata–, ocupando espacios y talando libertades. Y digo a degüello en el sentido exacto que ya se usaba en La Celestina o en El Quijote –llevar a alguien al degolladero–, y que Gracián, en El Criticón, ya identifica como expresión propia de una tiranía infecta, infame, bárbara y sacrílega cuando escribe: «¡qué presto llegasteis al degüello!, ¡oh mundo engañoso!, ¿y esto se usa en ti?, ¿destas hazañas tienes?».
Pues sí, de estas hazañas, y de esta viejísima tiranía, vive; con estas hazañas quiere ser investido presidente de las repúblicas hispanas en este mes de noviembre; y bajo estas hazañas quiere que vivamos durante los próximos 4 años, si Dios no lo remedia, y que al parecer no tiene ni la más mínima intención de corregirlo. Cualquiera.
Hasta el mismísimo Dios, como política conservante y cohesionadora del universo, no quiere tener problemas con estos diosecillos de cuentas de beato y uñas de gato, pues declaran vacante el trono celestial y te lo ocupan en un pispás mientras se santigua un cura loco. Y no.
Para abrir boca y a degüello, lo que ya tenemos aquí encima, y con todo el peso de la ley, es la amnistía de Sánchez. Desde las inseguridades de una lectura rápida, da la sensación que estamos ante una medida arbitraria y arribista con un fin exclusivo: destruir el estado de derecho en el que se basa la Constitución democrática del 78. El típico capricho de un tirano –allá van leyes donde reyes absolutos quieren– que nos recuerda a la gran desolación que describía Montesquieu –el gran filósofo que consagró la división de poderes en las democracias modernas– cuando entra «en las ciudades el enemigo que acaba de ocuparlas». Es decir: lo más parecido a la paz silenciosa de los cementerios, a las metralletas como dominio irresistible, el despotismo como necesidad vital, y a la muerte como vecino inseparable de las libertades cívicas.
La ley de amnistía, tal y como la concibe Sánchez, no es más que una croqueta ad partem: sólo para una parte de los comensales, y para que alimente a la vez dos expectativas indisolubles. Una, que los separatistas, filoterroristas, ladrones, malversadores, supremacistas, violadores, depredadores, y demás ralea, se conviertan en la aristocracia del nuevo orden bolivariano. Y dos, que este nuevo orden descanse en sus rodillas durante un milenio como el milagro progresista de los panes y de los peces o como las pretensiones del Tercer Reich. Para la otra parte, y «en nombre de España» eso sí, reserva el dictador un combinado de borrajas y de ricino.
Ante semejante proposición –que describe un simple aperitivo y marchen–, el fugado Puigdemont ha exigido –como premisa para investir a Sánchez– que la amnistía sea «total». Es decir, totalitaria: disolver la Nación española, derogar la Constitución, declarar a los ladrones de los Pujol como fundadores intocables de la nación catalana, hacer un referéndum unilateral, declarar la independencia, pedir los ferrocarriles y la Caixa, y que el resto de españoles, a degüello, pongan dinero, mucho dinero. Y esto, como veremos, no será todo, pues el acoso y derribo a la Nación española acaba de empezar.