Diario de Castilla y León

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DENTRO DE de las múltiples y diversas encrucijadas que nos ofrece la vida, incluso sin ningún planteamiento previo, está la de cómo afrontar el tiempo no productivo, el no relacionado con el ámbito laboral, en el que no existe un rendimiento económico como resultado. Es, entiendo, el espacio del ocio, de la diversión, del disfrute…

Este final de agosto, ahora con cierta rebaja humanitaria en el mercurio, ofrece en su calendario un sustancioso abanico de festejos taurinos tradicionales, entre los que emergen con fuerza los encierros de Cuéllar, que en esta mañana de lunes consumará su segundo episodio, tras el primero de ayer con toros de la ganadería de Araúz de Robles. Un rito de más de 500 años, en el que, aquí sí de verdad, dando leal contenido al vocablo encerrar, las garrochas y los bueyes conducen desde el campo abierto, espacio de libertad real, a los astados bravos hasta las calles de la vieja villa mudéjar segoviana.

Y, sin más lances de trasteo, cabe afrontar la cuestión nuclear de estas líneas, que no es otra que la dicotomía entre celebrar o competir. Existe un indicio, seguramente no el más sustantivo, pero seguramente sí el de mayor significación, para catalogar cómo se vive una experiencia. El uso del reloj. Nadie en sus cabales cronometra una celebración en la que vea comprometidas sus emociones y sentimientos más valorados. Nadie diría, por ejemplo, que se encontró con un buen amigo al que había perdido el rastro durante años y estuvo charlando con él durante un minuto y veintisiete segundos.

El cómputo de los movimientos de las agujas del reloj está indisolublemente asociado a todo aquello que supone o bien un control (hay que fichar en el trabajo) o bien una competición (como un récord en una carrera de velocidad).

De ahí que los encierros de Cuéllar se celebran, en el sentido más gozoso y estimulante de la expresión, pues más allá de los horarios previstos, como mera referencia organizativa, lo que ha de imponerse es el fiel cumplimiento del rito. Esa conducción ancestral bajo los pinos y por las rastrojeras de bóvidos y équidos, en lento trasiego de astas y pezuñas, hasta el ecuador del embudo que da paso a la población, donde ha de crecer el ritmo para permitir que los mozos encajen sus riñones en la cuna de los cuernos de los toros.

El contagio o pamplonización de nuestras tradiciones taurinas, promovido por cierta gañanía de umbrales cognitivos limitados, tan solo producirá una grave contaminación proveniente de lugares en los que la tradición quedó amputada. Correr toros por las calles no es encerrar.

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