Diario de Castilla y León

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OFRECE EL navío veraniego un espectáculo preocupante cuando se acerca al ecuador de su singladura, entre desmembramientos humanos y descuartizamientos ideológicos y territoriales. Prófuga la racionalidad, las matemáticas han decidido entregarse voluntariamente en la comisaría de la investidura. Han confesado su autoría, si bien insisten en su eximente completa del dos más dos son cuatro… Cosas de la polarización, aunque no debemos olvidar que cuando el sol da de cara, no es mala en los cristales de las gafas.

Los equipos de fútbol ya empiezan a contar los goles que van sumando, aunque yo me entretengo en el cómputo de ir restando fechas hasta que lleguen los encierros de Cuéllar. La dicotomía entre el balompié y la tauromaquia no es nueva, y ofrece jugosas y refrescantes conclusiones. La primera, básica, estriba entre el diferente tipo de público que contempla ambos espectáculos, sin caer en generalizaciones absolutas, sí que se perciben tendencias diversas. Sesgos, que se dice ahora.

La mayoría de quienes se sientan en la grada del estadio acuden con el ánimo superior, en un orden de prelación, de que venza su equipo. Lo que equivale, en términos dialécticos, a que pierda el contrario. En los tendidos de la plaza los espectadores desean el triunfo de los tres espadas, porque la corrida como rito, liturgia, en su realidad y en su simbolismo, manifiesta la vocación de victoria del oficio y arte humano respecto de la fuerza salvaje de la naturaleza.

Mientras que al fútbol –cada vez más, en moda horterizante de sesgo comercial– asisten los aficionados con indumentarias propias de su club, con variaciones propias del márquetin que cambia modelos cada temporada, a los toros se va sin predisposición de vestimenta. Un aspecto, este del ropaje, que en sí mismo, y mucho más en clave social, ofrece una evidente constatación del modo masa o individual que impulsa y formatea a los espectadores de uno y otro espectáculo. Incluso, como en mi caso, cuando se es aficionado a ambas culturas, deportiva y taurina, no es difícil advertir en uno mismo cómo se ‘instala’, para cada espectáculo, una aplicación emocional diversa en su búsqueda de satisfacción.

Pese a lo que las apariencias aporten en una visión a botepronto, existe una evidencia innegable sobre los instintos que se desatan en gradas y tendidos. Las reacciones, poco edificantes, de quienes se creen humillados simplemente por la victoria del club visitante, y las habituales simulaciones de faltas, frente a la admiración del valor ante un riesgo máximo, y la espontánea actitud de los profesionales del toreo para hacer un quite, con riesgo de su propia integridad física, ante un compañero cogido o en apuros. Sí, muere el toro. Y resucita lo humano.

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