Diario de Castilla y León

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QUÉ cosas. Hablo con una amiga –restauradora de obras de arte en una célebre pinacoteca–, y me intereso por su integridad física en relación con la campaña de los ecolojetas que les ha dado últimamente por agredir a las grandes obras pictóricas. Está bien, pero preocupada: «¿Quién te dice a ti que no la emprendan con los restauradores?». En su museo, los políticos no les hacen ni caso y están a lo suyo, pues se limitan a pedir calma a los demás, aguantar como sea, y que ya pasará el chaparrón cuando el cambio climático cambie de teología. No me extraña nada lo que me cuenta. Sin ir más lejos, yo la semana pasada, por si acaso, suscribí una póliza de alto riesgo. A la gestión cultural y a los conservadores de archivos les ocurre como a los cuadros: de buenas a primeras se te planta delante un ecolojeta con ácido úrico en tetrabrik, o un político con vocación de permanencia hasta el infinito, y te ponen como a un churro, te acosan con una radial en ristre, o se te pegan al marco con el «+1,5°C» como si fueras la «Maja desnuda» de Goya o un «Girasol» de Van Gogh para ver cómo caen las tetas o las pipas. Así es, porque así quieren o consienten los políticos que sea. Me rebelo. Me indigna este pasteleo con políticas de frikilandia, y de escarbar en la belleza emulando al destrozo de un elefante en mitad de una cacharrería. El asalto a un museo con obras de arte reconocidas, a un archivo con documentación de autores que fueron vida y ahora son historia viva, a un restaurador que prolonga esa verdad a través del tiempo, o a un custodio del arte que enseña ese legado con los ojos de una ambición y de una hermosura palpables, no es tolerable vomitar sobre ellos de esta manera. Son realidades y personas de respeto porque muestran tesoros para que veamos el mundo y el futuro como una creación visible, fascinante, única. Intolerable.

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