Idioma crematorio
LA democracia en España se viste con su pijama de rayas. Pasarela de miserias sectarias. Va construyendo, coalición a coalición, sus propios campos de concentración. Tan inexpugnables recintos han crecido con inusitada excelencia. Qué más da si la marca a fuego queda grabada en un judío, o un extremeño. O un segoviano. El caso es no estropear una raza pura, o una pronunciación prístina. El lenguaje de la supremacía tiene diversos dialectos. En el País Vasco y Cataluña cuentan con un alfabeto propio para deletrear algunas de las miserias en las que puede degenerar un ser humano. Y no es algo de ahora, ni minoritario.
En ambos casos, que viví con diferente riesgo en mi niñez, la ideología es el germen. Una que nace no tanto como una mentalidad afecta a la lateralidad (polarización) de derecha o izquierda, sino sustentada en creencias que colocan a las personas en diversas categorías. Hay hornos crematorios cuya temperatura es extremadamente elevada, pero en otros casos, como sucede con la venganza, el exterminio se sirve en frío.
Se trata de despojar a la persona de su singularidad, de sus derechos civiles. De su dignidad (aunque ésta no depende de los demás, sino, ante todo, de uno mismo). Allí donde los que manejan los hilos (para sustentar su hegemonía política y económica) del sectarismo y de la devaluación de la imagen social de quienes ‘no son de los nuestros’ ostentan el dominio representativo (el dogma de las urnas es bastante más dudoso que el de la infalibilidad del Papa) la ley, piedra angular de un sistema democrático, deja de ser efectiva.
El miedo es muy poderoso. Y también el afán de muchos, tantos, de sentirse como los demás. Esa necesidad de ser homogéneo. Ese puré al que llaman identidad.
El neocomunismo, en inesperada y sórdida alianza con el sectarismo y segregacionismo más rancio, ofrece estos resultados. El niño de Canet, con su pijama de rayas, contempla la triste noche, estelada, de la democracia española.