Diario de Castilla y León

Brindis por la cultura del vino

La Bodega Aranda-De Vries apuesta por recuperar antiguas estructuras y viñas viejas para divulgar entre arte la vida de un pueblo con raíz de cepa

Ellen de Vries en la aromática sala de barricas que aprovecha la antigua escuela de Ines, sin alumnos desde hace medio siglo pero recuperada para el vino

Ellen de Vries en la aromática sala de barricas que aprovecha la antigua escuela de Ines, sin alumnos desde hace medio siglo pero recuperada para el vinoMONTESEGUROFOTO

Publicado por
Antonio Carrillo
Soria

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Ellen de Vries lleva 17 años felizmente ‘atrapada’ en Ines, una pequeña pedanía de San Esteban de Gormaz (Soria), donde ha hundido sus raíces en un proyecto sorprendente a caballo entre el vino, la cultura y la enseñanza de un saber ancestral. «Vine una vez aquí, vi las cepas viejas y son ellas las que me han cogido. Viendo estas plantas que llevan más de 100 años produciendo, que da igual si ha hecho frío o calor, guerra o paz... Pensé que si yo puedo dar ‘x’ años de mi vida a cuidar esto, es cuidar un patrimonio increíble. No se puede perder. Pero hay que darles un sentido en el entorno hoy en día».

Sus ojos van a juego con el profundo azul del cielo en un pueblo donde las antiguas bodegas atestiguan que saben de vino desde tiempos remotos. Junto a su pareja, Carlos Aranda, no sólo apostaron por una pequeña bodega, que también, sino por un proyecto de vida. Combina recuperación de antiguas estructuras, la defensa del cultivo tradicional de cepas centenarias, elaboraciones sorprendentes y sobre todo una visión didáctica a través de visitas y catas. Versos, cuadros, detalles y esculturas salpimentan uno de los proyectos vitivinícolas más singulares de toda Castilla y León.

«El fin del proyecto es enseñar a los demás en el mundo que en un pueblo que está casi terminado se puede vivir la vida y hacer cosas en el momento en el que te pones a ello. La bodega es una pata muy importante. En el momento en el que hay trabajo en un pueblo también hay posibilidad de vivir», resume.

La Bodega Aranda-De Vries se degusta en varios tragos. El primero de ellos es la antigua escuela, a la entrada del pueblo. Ellen repetirá a lo largo del paseo su pulsión por «recuperar cosas viejas, cosas que ya no se usan, bodegas que están cayendo... y darles otro uso. A mi me importa mucho todo lo que es tradicional, pero siempre cuando haya un sentido de futuro».

En los años 70 la escuela de Ines se vació de risas, cuadernos y niños. Fue vivienda una temporada «y ahora es devolver el sentido a la escuela. No es sólo que hago vino, es que enseño cómo lo hago y la importancia de la ecología. Es algo que se está enseñando a la gente que lo visita y tiene su razón de ser». Súmese que ha sido profesora antes que vinicultora y sale una experiencia muy curiosa para disfrutar con niños. «Me siento a gusto con este edificio y el edificio creo que se siente a gusto conmigo», apuntan entre risas.

Allí se realiza la elaboración propiamente dicha. «Todo es manual», explica Ellen. Hay una zona para manipular, otra para fermentar y otra de toneles, siempre «en mini. Somos la bodega más pequeñita de aquí». Forma parte de la pujante asociación Viñas Viejas de Soria y aunque su uva sí pertenece a la Ribera del Duero, sus caldos se enmarcan en la IGP Vino de la Tierra de Castilla y León por cuestiones administrativas.

En la primera estancia se encuentran las herramientas para convertir la uva en mosto. El agua de la prensa se reutiliza para regar. Incluso los hollejos, que generalmente se envían a la empresa farmacéutica, ahora vuelven a la viña como fertilizante tras una larga brega de Ellen para obtener los permisos. A la tierra lo que la tierra cría.

La segunda estancia recoge en cupas el producto y la tercera es toda una experiencia. Al abrir la puerta del aula y ver las barricas uno esperaría el característico olor de una bodega. Aquí hay matices. «¿Notas el ambiente?», pregunta Ellen ante las narices inquietas. «No corto las plantas del viñedo hasta que están muy altas y las traigo aquí para que el vino envejezca en su entorno». Un toque de tomillo parece mezclarse con el de espliego, el aroma del roble y el del vino. Por las paredes, versos y pinturas. «Hay quien pone música en su bodega porque cree que sale mejor vino aunque no es científico. A mi me gusta tener arte, que tampoco lo es». Lo de las plantas aromáticas de la viña quizás sí tenga algo que ver en sus vinos.

Las elaboraciones son dos. El tinto Dualidad reposa un año en las barricas, se embotella, y se guarda al menos otros seis meses reposando en las bodegas tradicionales excavadas en la roca y quizás tricentenarias.

La segunda referencia tiene una producción muy escasa y sale sobre todo a ferias, no a la venta, pero si hay ocasión de probarlo la Bodega Aranda-De Vries sorprenderá. Vino naranja con «uva blanca tratada como si fuese tinta», resume Ellen. «En el blanco se prensa cuanto antes y se retira el hollejo. Aquí lo dejamos tres o cuatro meses para que tome todas las propiedades, lo que le da el color». Es un guiño a «ese primer vino de la humanidad, que se hizo hace unos 3.000 años en Georgia, en tinajas enterradas». Abracadabrante.

El segundo hito en la visita en una antigua lagareta cedida por un vecino para este proyecto. «No hago aquí el vino por higiene y esas cosas, pero funciona», ejemplifica moviendo la prensa torneada en madera sin apenas esfuerzo. Allí se puede ver cómo llegaba la uva, se pisaba y se extraía el mosto entre paredes de adobe y vigas de madera.

La tercera estación de este proyecto es la bodega subterránea. Como en la sala de barricas, la atmósfera cambia de nuevo. Arriba, entre vides, hacía frío. Abajo la cosa es más tibia entre pequeños detalles de decoración antigua y contorsiones para no darse un coscorrón.

De inmediato llaman la atención las pequeñas cavas con nombres. «Son de nuestros socios. Tienen el compromiso de adquirir 12 botellas al año y pueden venir a por ellas cuando quieran. Hay de toda España y cada vez más», pasando ya del centenar de socios. Entre los nombres se atisba el de una aclamada bodega de Ribera. «Sí, nos compra vino. Y más de las 12 botellas al año», sonríe Ellen. Hay también otro bodeguero de origen argentino que disfruta del mimo de la Bodega Aranda-De Vries. Y cuando un connoiseur se lo lleva a casa...

De vuelta al casco urbano Ellen guía al visitante a la recreación de un aula antigua, por la que pasaron decenas de niños entre 1927 y los años 70. En cajas aparecieron mapas y manuales y se pudo recuperar el mobiliario, así que con un espacio adecuado los pupitres, los tinteros y la singular biblioteca volvieron a la vida. Las fotos antiguas ayudan a comprender un poco mejor la vida de un pueblo con raíz de cepa.

Y queda la quinta y última estación dentro del recorrido. La visita a la Bodega Aranda-De Vries es enriquecedora, sorprendente y entrañable. Pero toca tomarse un vino en el lugar donde se cría y crea. A través de un pequeño puente –«el puente de Aranda», afirma Carlos jugando con su apellido– se llega a un jardín. Allí hay cuadros y esculturas como la serpiente que trepa por el Árbol del Conocimiento, aún sin manzanas. Un rincón para sentarse, charlar, relajarse, para que los versos de la bodega cobren sentido. «Cayó una semilla / en un mágico momento / sobre una tierra / con sueños de futuro».

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