Diario de Castilla y León

El paso, el peso y el poso

Discurso del presidente de las Cortes de Castilla y León, Carlos Pollán, en la celebración del 41 aniversario del Estatuto de Autonomía, en la que se le hizo entrega de la Medalla de las Cortes a los medallistas olímpicos y paralímpicos de la Comunidad

Acto institucional del 41 aniver el presidente de las Cortes, Carlos Pollán, entrega la Medalla de Oro de las Cortes de Castilla y León. La triple medallista paralímpica Marta Fernández Infante y el atleta soriano Fermín Cacho reciben la Medalla de Oro de las Cortes. -ICAL

Acto institucional del 41 aniver el presidente de las Cortes, Carlos Pollán, entrega la Medalla de Oro de las Cortes de Castilla y León. La triple medallista paralímpica Marta Fernández Infante y el atleta soriano Fermín Cacho reciben la Medalla de Oro de las Cortes. -ICAL

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Redacción
Valladolid

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El discurso íntegro del presidente de las Cortes de Castilla y León, Carlos Pollán, con motivo de la celebración del 41 aniversario del Estatuto de Autonomía de la Comunidad y en cuyo acto institucional fue entregada la Medalla de Oro de las Cortes de Castilla y León a un total de 28 deportistas olímpicos y paralímpicos.

Comparezco ante estas Cortes en el día del 41 aniversario del Estatuto de Autonomía de Castilla y León.

Permítanme que inicie mis palabras con el señalamiento de una obviedad. La obviedad de que, en política, los consensos, por deseables que sean, no son una condición necesaria para la aprobación de las normas y la posterior acción de gobierno.

De los muchos indicadores válidos para medir la riqueza de una nación, uno es la variedad de opiniones de las gentes que la componen. Cuantos más sean los debates y más los puntos de vista suscitados, de mejor salud gozará la comunidad política que sea.

Hay países en los que no es el consenso lo que no está permitido. Lo que no está permitido es el disenso. Hasta el extremo de ser más apropiado hablar de asenso que de consenso, entendiendo «asenso» como la acción y efecto de asentir.

Son países -mejor dicho: son regímenes- en los que el gobernante ordena y manda y el pueblo asiente y obedece. Y quien se atreva a plantear una objeción, por mínima que sea, pagará las consecuencias.

Por si la falta de libertad no fuera suficiente, estos regímenes añaden otra perversión: la de revestir sus decisiones con el disfraz de la legitimación popular. Para lograr este efecto, las tiranías se dotan de cámaras legislativas y tribunales de justicia que no son tales, pues las normas y sentencias que resultan de dichos órganos están predeterminadas, al carecer del preceptivo proceso deliberativo.

No hay en el mundo sociedad política, por experimentada y madura que sea, que no deba permanecer vigilante frente a los peligros del totalitarismo y de la arbitrariedad, vengan de donde vengan. Para conjurar dicha tentación no se conoce mejor remedio que la ley.

Sin embargo, la ley sola no basta si no va acompañada del debido respeto por su acatamiento y, a falta de este, de la decidida voluntad para hacerla cumplir. Como garantía de dicha voluntad y dicho acatamiento, la ley ha de ser dotada de los suficientes mecanismos de salvaguarda frente a aquellos que buscan traicionar su espíritu y retorcer su letra. Su intención no es nada recta. Consiste en alejar la ley del bien común y acercarla a intereses particulares.

Dejen que les resuma lo anterior con un símil deportivo: es una trampa cambiar el reglamento a mitad de competición para favorecer a uno de los contendientes, siempre el desleal. Sobra decir que un deportista que se precie como tal jamás aceptaría un amaño a favor del rival... ni a favor de sí mismo.

Permitan que les señale otra obviedad. La obviedad de que dura ya demasiado el chantaje de una minoría ruidosa y llena de furia frente al resto de la nación, siempre con su ristra inacabable de agravios comparativos. Castilla y León jamás se sumará a esa carrera victimista cuya única meta posible es la frustración sin remedio. En esta tierra se estila el juego limpio.

Lo que no significa que vayamos a mirar hacia otro lado cuando se infrinjan las reglas. Protestaremos las veces que sea. Sin movernos un ápice de donde hemos permanecido siempre: la lealtad a ese proyecto sugestivo de vida en común que llamamos España.

No nos resignamos ni nos resignaremos jamás a que dicha lealtad sea penalizada. Como no nos resignamos ni nos resignaremos jamás a que la traición sea premiada.

En su empeño por elevar a rango de ley la desigualdad y el privilegio los hay que esgrimen a su favor presuntos derechos históricos. Frente a esto, alzamos la voz y parafraseamos a Don Quijote: «¿Derechos históricos a nosotros? ¿A nosotros derechos históricos?». Como si la historia fuese una extraña viajera en el tiempo que jamás hizo parada en estas tierras. Lo hizo. Vaya si lo hizo.

En el preámbulo del Estatuto de Autonomía hallamos un somero registro del paso, el peso y el poso de la historia en Castilla y León, Comunidad Autónoma que resulta de la moderna unión de los territorios históricos que componían y dieron nombre a las antiguas coronas de León y Castilla.

Aquí, se pusieron los cimientos de la futura organización municipal, con el Fuero de Brañosera, considerado con fundamento el municipio más antiguo de España, al datar del siglo IX.

Ávila y Salamanca registran las huellas más primitivas del castellano, mientras Burgos y León acreditan los primeros testimonios escritos de una lengua con 500 millones de hablantes hoy.

En estas tierras se fundaron las primeras universidades de España, con Valladolid y Salamanca compitiendo, en buena lid, por el honor de ser la más antigua.

Por si no fuera suficiente aporte intelectual en pro de la humanidad, Salamanca alumbró la Escuela del Derecho de Gentes y Valladolid fue sede de la más célebre de las controversias. Los derechos humanos, tal como los entendemos hoy, no se explican sin la una ni la otra.

A partir de la unión de los Reinos de León y de Castilla, acontecida en 1230 bajo el reinado de Fernando III, la Corona de Castilla y León contribuyó de manera decisiva a la posterior conformación de España, además de embarcarse en empresas de trascendencia universal, como el descubrimiento de América en 1492.

De estas tierras nació el clamor que, en 1520, se alzó en defensa de los fueros y libertades del reino frente a unos centros de poder alejados por completo de las preocupaciones del pueblo común; reivindicación que, por medios menos cruentos, continúan hoy quienes, con motivo, se sienten desfavorecidos, traicionados y abandonados por las élites.

Por resumir: Castilla y León ha contribuido de modo decisivo a lo largo de los siglos a la formación de España como Nación y ha sido un importante nexo entre Europa y América.

Los anteriores son solo unos hitos que documentan el paso, el peso y el poso de la historia en nuestra tierra. Podría citar más. Pero mi ánimo no es exhaustivo. Si lo fuera, excedería con mucho el tiempo pautado para mi intervención en una ocasión como la de hoy.

Sí quisiera detenerme, aunque sea brevemente, en un hecho histórico de enorme contenido y alcance, que como leonés y presidente de estas Cortes me enorgullece y me interpela. Me refiero, como no podía ser de otra manera, a la celebración de las primeras Cortes de la historia de Europa. Sucedió en León, en 1188.

Aquellas Cortes sembraron una semilla que, a lo largo de los siglos, ha dado fruto abundantísimo, para bien del mundo entero. Hablo de la noción política según la cual nadie es más que nadie.

Toda la rica herencia histórica de la que los castellanos y leoneses somos depositarios no nos hace superiores al resto de españoles. Nos hace, sencillamente, iguales. No se nos ocurre un honor mayor. Jamás exigiremos para nuestro papel en la historia la categoría de «derecho adquirido». Nuestros logros lo son de todos los españoles. De igual manera que los logros del resto de compatriotas lo son también nuestros. Tanto ayer como hoy.

Porque no hablamos solo de pasado. Hablamos, también, del momento presente. Y de lo que está por venir, que será mucho y bueno, a tenor de las excelentes puntuaciones obtenidas por Castilla y León en los más prestigiosos índices educativos.

Nuestro sistema de enseñanza es el mejor de España y uno de los más competitivos del mundo. Todos deberíamos alegrarnos de los resultados obtenidos, por ser fruto de un esfuerzo colectivo, particularmente protagonizado por nuestra comunidad educativa, formada por profesores, padres y alumnos.

Este éxito de todos en la transmisión del saber es la prueba de que Castilla y León acumula una historia de siglos a la vez que ofrece incontables oportunidades de futuro.

La tradición no son las generaciones pasadas haciendo entrega a las presentes y estas, a su vez, a las futuras de un puñado de cenizas, en cantidades menguantes por el paso de unas manos a otras. La imagen que mejor expresa qué es la tradición es la de la llama olímpica, con atletas pasándose unos a otros el testigo, sin que en la carrera el fuego pierda un ápice de su fulgor y su calor.

Verán que he vuelto a recurrir a la metáfora deportiva. Qué le voy a hacer. El deporte forma parte de mi biografía. Como probablemente sepan, durante años me dediqué profesionalmente a ello. No soy el único presente en este hemiciclo. Hoy, estas Cortes otorgan su medalla de oro a los medallistas olímpicos y paralímpicos nacidos en Castilla y León.

Al comienzo de mi intervención, les hablé de consensos. Les decía que los consensos no son condición necesaria para la toma de decisiones y la posterior acción de gobierno, si bien pueden resultar deseables. En ocasiones, además, son motivo de agradecimiento. Y de alegría.

Cuando comuniqué mi decisión de otorgar la máxima distinción de Cortes a nuestros medallistas olímpicos y paralímpicos, enseguida conté con el apoyo unánime del resto de los miembros de la mesa y con el de los portavoces de los grupos parlamentarios, sin excepción. Se lo dije entonces y se lo vuelvo a decir ahora: gracias.

Gracias no por apoyar una iniciativa mía. O no solo. Gracias, sobre todo, por la constatación de que, como comunidad política, siempre habrá cuestiones que nos unan, dejando a salvo nuestras legítimas diferencias. Una de estas cuestiones es el deporte. La necesidad del deporte.

Les advertía antes de que no era mi propósito hacer un repaso detallado del protagonismo de Castilla y León en la historia. Tampoco lo es ahora impartir una clase teórica sobre los beneficios del ejercicio físico. Los conoce cualquiera que alguna vez se haya puesto una camiseta y un pantalón corto, y haya sudado en pos de una marca a batir. Con mayor motivo, los conocen aquellos que, de manera continuada, practican un deporte, pues este les obliga a llevar unos hábitos de vida saludable.

Y como ninguna persona es una isla, como cada uno de nosotros formamos parte de un todo, lo que es bueno para el individuo lo es también para la comunidad.

El impacto del deporte en sectores como la industria, el turismo o la formación es de una enorme magnitud; magnitud que se torna de incalculables proporciones cuando la consideramos en términos de cohesión social.

Una comunidad en buena forma física es una comunidad sana, fuerte y unida, conocedora del valor del esfuerzo y habituada al trabajo en equipo. Cómo no premiar el deporte. La cuestión es en quién personalizar la distinción. Estas Cortes lo hacen hoy en los medallistas olímpicos y paralímpicos nacidos en Castilla y León.

Mención especial merecen quienes, en mayor o menor medida, hicieron también posible los triunfos: desde seleccionadores nacionales hasta el último de los utilleros, pasando por los equipos médicos, las distintas federaciones, por supuesto las familias y la afición en general.

Queridos medallistas: sois patrimonio vivo de esta tierra y semilla de éxitos por venir, además de un ejemplo para todos.

A la hora de la verdad, el inmenso esfuerzo para lograr vuestros objetivos fue vuestro y solo vuestro. La gloria, en cambio, quisisteis compartirla con todos nosotros. Vuestra generosidad nos permitió al resto saborear el triunfo desde la comodidad de nuestros sofás, mientras sacabais fuerzas de donde ya no quedaba ni flaqueza. Y, sin embargo, lo más hermoso no fue eso.

Lo más hermoso fue lograr que nos echáramos a las calles, con nuestras banderas y nuestros cánticos, aparcando por un instante nuestras diferencias, reconociéndonos en el de al lado, sintiéndonos lo que somos: un solo pueblo.

Paseasteis por el mundo el buen nombre de España y eso no hay medalla que lo premie. Fuisteis, sois y seréis nuestros mejores embajadores. Cumplisteis con creces vuestra parte. Ahora nos toca a nosotros.

Es responsabilidad de los poderes públicos apoyar sin fisuras el deporte español. Que ningún joven dotado para la alta competición se quede sin probar su valía por falta de medios. Y que, una vez retirados de las pistas, las canchas y los estadios, todos encuentren su lugar en la sociedad. Es mucho lo que un deportista veterano puede aportar a los más jóvenes y, también, al resto de nosotros.

Hoy, desde estas Cortes, recordamos glorias pasadas, a la vez que anticipamos éxitos por venir. Que por muchos años más podamos seguir diciendo: «Soy español, ¿a qué quieres que te gane?».

Muchas gracias.

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