Diario de Castilla y León

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La floración del almendro se adelanta. Irrumpe a la intemperie. A su libre albedrío. A su anárquica manera. Y, además, florece de forma ordenada en las plantaciones que le convierten, al almendro, en un rentable cultivo leñoso y un fruto seco de gran demanda. Plantaciones que nunca debieron haberse abandonado. Pero, al fin, resucita con mejores prácticas culturales y variedades resistentes a la helada y mejor adaptadas al suelo. El almendro vuelve a Castilla y León como todas las primaveras. No me cansaré nunca de sugerir, en estos días, hacerse fotos junto a su estampa y sombra emulando a los japoneses con la flor del sakura. La flor del almendro tiene algo de misterio bueno y blanco. Nos sonríe desde la linde del cultivo, desde la escombrera, las ruinas, los descampados y se yergue orgulloso por millones de caminos olvidados. Aquí hay consenso desde tiempo de los romanos. El almendro y su flor rosácea y albina se saltan las fronteras. No son de nadie y son de todos. Sus versos esperan cada año el premio en La Fregeneda, que está en Salamanca. Y el pintor espera a su flor con emoción. Y es que la flor del almendro y las artes son una trenza resistente al tiempo y al espacio. Es una musa infalible. A la literatura le faltaría contenido de no existir en el diccionario. Su flor es un poema. Es el verso que siempre rima. Y, llegado a este trance, acudo a Machado y sus versos añorantes de amores de juventud: “Yo vi en las hojas temblando las frescas lluvias de abril. Bajo ese almendro florido, todo cargado de flor -recordé-, yo he maldecido mi juventud sin amor. Hoy, en mitad de la vida, ¡me he parado a meditar…! ¡Juventud nunca vivida, quién te volviera a soñar!”. No me resisto a citar versos de La primavera besaba del poeta que amó tanto, tardío y efímero en tierra de Soria y Segovia. El Gobierno declara Lugar de Memoria la tumba del poeta sevillano en Colliure. En su línea. Una memoria que nunca desapareció de los libros de texto, de los lectores, ni del recuerdo de los que le conocieron fuera y dentro de las aulas. Machado es el poeta español más querido, leído y cantado. Más de todos. No hace tanto, visité su tumba con mi viejo amigo Clemente Barahona, “Tito”, en Colliure. Casi como una premonición, pues era una asignatura pendiente para el erudito profesor de literatura natural de Miranda de Ebro, que saldó meses antes de fallecer. Tito fue siempre un machadiano convencido. Aún hoy, recuerdo su reflexión sobre el porqué de sus restos en suelo francés y que a estas alturas no reposen en casa, en la España que tanto amó. Me lo sigo preguntando aún hoy.

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