Diario de Castilla y León
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QUÉ quieres que te diga, José Luis, amigo, ahora que acabas de decirnos adiós, a tu temprana edad de 92 tacos. Temprana porque tenías un alma siempre recién estrenada, un discernir vibrante e intenso, un espíritu noble y galante, una disposición al diálogo inteligente e irónico (luego doblemente inteligente). Un no sé qué de dotar a la amistad de una libertad y una naturalidad inmarcesibles, porque eras esa persona respetuosa que todos deseamos como amigo. Así que fueron pasando los años, y como lo tuyo no era dar consejos pues aprendí mucho, tanto, de ti.

Entre la primera vez que te vi, cuando tenía 20 años, y el septiembre pasado, cuando promoví –consciente de tu delicada situación de salud– que se te concediera un galardón en los premios taurinos San Pedro Regalado, como reconocimiento a tu brillante trayectoria como crítico taurino, habían pasado 38 años. 38 temporadas, para ser más exactos. Presentaba la Asociación Universitaria de Tauromaquia, en un pequeño salón de una caja de ahorros. Estabas tú, junto con otras tres personas. Allí, entonces, supe que no solo escribías de toros, en El Norte, sino que verdaderamente te gustaban, que eras un aficionado cabal, tan cabal como los has sido hasta el pasado sábado.

Luego comencé a seguirte la pista en la tertulia taurina del Corinto, que compartías con tu buen amigo Arsenio Álvarez. Y yo notaba, porque se te notaba, que te caía bien, y que habías decidido ampliar tu ya generoso abanico de amigos. Y empecé a quererte como se quiere a un amigo, o a un tío que te ofrece su modo sencillo y profundo, sin alardes, de entender el mundo. Y eso que no te hacía mucha gracia que empezara a llamarte el decano de la crítica vallisoletana.

Y siguieron pasando los años. Logré llevarte una vez a un tentadero donde Clairac, a ti que el campo te daba alergia. Creo que lo hiciste porque viste la ilusión que me hacía. Disfrutabas de mis travesuras juveniles en los jurados de la feria taurina de Valladolid, y yo aprendía de tus juicios, siempre pausados en su exposición, basados en tus apuntes en esos papeles verdes de cada corrida. Y te tomabas con paciencia mis discrepancias.

Hasta hace no mucho, eh, Lera, con el temple de la edad y la sabiduría, subías, escalón a escalón, hasta el palco de grada alta desde donde eras espectador de la lidia. Ahora sé que cuando mire desde el callejón no te veré nunca más. Ni sentiré el tacto de tu brazo entrelazarse en el mío. Pero tu amistad, ese regalo que me ofreciste cuando era un chaval, nunca abandonará el palco eterno donde seguirás siempre presente.

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