Diario de Castilla y León

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BUENO, eso que leo y oigo por todas partes durante los previos al puente de la Constitución y de la Inmaculada –que Sánchez «está fuera de control»–, no es más que una metáfora radical que suelen usar los rojos desleídos como yo que aún nos queda cierto poso de aquella melancolía plisada. Lógico. En algún momento de nuestras vidas –¡qué obcecación la mía!– pensábamos que el progreso de los progresistas no había dios quien lo parara. Oh purísima obnubilación del escarabajo frente a las deyecciones que exclama con entusiasmado: venid para acá mis flores.

La verdad –pienso–, nada de esto tiene que ver con Sánchez. En mi trastorno poético lo veo, lógicamente, mucho más allá del esforzado escarabajo pelotero. Su control de las cosas es ya tan absoluto, radical y caprichoso que hace todo como le sale del fondillo. De aquí, dos preguntas retóricas: ¿qué es el Congreso?, ¿no parece el cuarto de baño de la Moncloa?; ¿qué el Poder Judicial, sino una retahíla de contraseñas para que el sindicato de chapistas adecente el falcon presidencial?

Y bueno, eso que hemos escrito algunos en ciertas columnas rimbombantes –yo lo hice hace años para llamarle dictador sin que se notara demasiado–, asegurando que Sánchez es el ejemplo clásico de cómo los dioses ciegan a los tiranos para llevarlos a la perdición, es otra película de indios para cobrar minutas en las taquillas de Hollywood cada vez más vacías. Todas estas gestas también se las pasa su sanchunidad por la cojinera. Lo tiene, además, asumidísimo y super controlado. Ha tomado incluso el tranquillo a los mismísimos dioses. Como hablan por señas y en metáfora, su discurso, como el dinero, no es de nadie, sino del que primero habla. O sea, suyo, y he aquí la siguiente evidencia: todos los ministros del Frankenstein II reparten esas indulgencias como caramelos.

Dicho en español legible: Sánchez quiere ser, abiertamente, un tirano de la modernidad. Es decir, un sátrapa que no lo parezca, un minimalista imperceptible que destierre de la granja de Orwell al ganado porcino que, de modo estaliniano, tomaron el mando bajo estas consignas tan feroces como inaceptables en una democracia: «Cualquier cosa que ande en dos piernas es enemiga; cualquier cosa que ande en cuatro patas o tenga alas es amiga». Todo muy fino, «cero preocupación».

Pero es aquí precisamente –en esta exquisitez marxista, leninista, estalinista, nazista, bolivariana y de Hamas– donde Sánchez patina como una damisela porque, al fin de cuentas, la cabra siempre tira al monte, y un tirano de verdad no quiere parecerse o clonarse con cualquier otro tirano de la historia. Ni de coña. Un tirano con tronío lo que añora, por encima de cualquier jilguero, es lo que señala Kafka con una precisión bestial e irrefutable: un derecho propio «basado en la propia persona», en su propio cante.

En esto Sánchez, hay que reconocerlo, es exigente y riguroso. Eso de ser el tirano más moderno de la Unión Europea, rompiendo la porcelana de Sèvres –como en un principio quería Napoleón–, no le gusta por una razón de peso: porque es una antigualla. Ve desde lejos que la memez del cacique se muere por comer el pienso en escupideras de plata, y no. No sólo evita pasearse por la granja de Orwell hozando por el lodo de la historia. No. Busca su propio cortijo, su cantora señorial, su propia manufactura filosófica y bíblica que consiste en reducirlo todo a «una anécdota», según su propia expresión cuando visitó, hace unos días, el kibutz en el que fueron asesinados cientos de judíos por los terroristas de Hamas. O sea, busca su tiranía transcendente.

Lo que nos deja a los columnistas, y a los literatos del columnismo agitador, al albur de cualquier comparación obsesiva, libidinosa, rateril o de psicopatía codiciosa, porque «una anécdota» es algo más que una frivolidad política: es todo un sistema filosófico, señores. ¿Cómo explicarlo? ¡Ah, he aquí la cuestión! Como no sea con la clarividencia del cura de mi pueblo, que tenía problema con el celibato, la verdad es que, en estos momentos precisos, este servidor no ve otro modo.

Un buen día se le ocurrió a don José preguntar a los muchachos en la clase de religión qué significaba la palabra «fornicar». Ante el silencio sepulcral del alumnado, le preguntó al poeta de la clase: a ver, Blasito, ¿qué significa «fornicar»? Y Blas, que era el hijo del carpintero, no lo dudó ni por un instante: «el que trabaja en la fornika». A lo que repuso el cura, que dejó de serlo al poco tiempo por una aventura que se corrió en Nueva York: «calla, hormiga de taburete, ya veo que tú también vas para tornero de la fornika».

Magnífica metáfora que no sólo da título a esta columna, sino que define a la perfección la okupación principal, y la única por ahora, del tirano Sánchez que en estos momentos también trabaja a tiempo completo, y según las apariencias claro está, como tornero en la fornika, en la formica, en la madera, y en cualquier materia prima que, directamente, trafique con la celulosa y con la fornicación política. De hecho, la capital de España ya tiene su sede en Suiza, donde Sánchez en estos momentos negocia en secreto con Puchymont, con todOtegi, y con un salvadoreño a sueldo de las FAC, cómo se hace la carne de membrillo sin problemas, y según la receta que se establece en la Wikipedia.

Naturalmente, y no nos llevemos a engaño, todas estas «anécdotas» de tiranía sostenible –las modernas y las novísimas con los torneros de la fornika,– son posibles por algo que hace siglos –63 años antes de Cristo– ya nos anticipó Salustio al describirnos con pelos y señales la traición y la conjura de Catilina: «Los buenos son más sospechosos a los tiranos que los malos».

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