Diario de Castilla y León

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El tirano Sánchez, ya habla de amnistía ante Europa, pero la calla ante los españoles. O sea, que todo lo innombrable que implica esa amnistía –el fin de nuestras libertades– sigue siendo tabú y silenciándose. Seguro que dará con un nombre alternativo. Como sólo soy un poeta en abierto –una especie de orzuelo que no puede ocultar el dolor que arrastran ciertas palabras–, en estas columnas he llamado tirano a Sánchez desde hace años. Me causa aflicción decirlo, pero hoy se lo seguiré llamando al modo de Jorge Guillén, y que implica una convicción poética nada tambaleante. Algunos compañeros en la brega también se lo llaman ahora pero con reparos. Normal.

Estos complejos se me acabaron leyendo y escuchando a Guillén. Al maestro del 27 –gran filólogo de la exactitud– nunca se le nublaron los conceptos, los nombres, y el significado real de las cosas. Palabras innombrables como tirano, déspota, y dictador, las usaba con gran solvencia y precisión poéticas. Así se definen en su libro titulado Y otros poemas: «Tirano, bello término./ Déspota suena a gran poder lujoso. Dictador, la palabra cotidiana:/ ése que al despertarse/ dice en silencio al sol,/ matinal confidencia: viva mi libertad». Poesía pura y dura hasta nuestros días.

Así que en pura correlación poética con el poeta vallisoletano, añadiré que el tirano Sánchez es también un déspota con esdrújulo deslumbrante, y un dictador porque con su sola libertad construye nuestra supervivencia en una investidura de atrezo. Hasta ahora se había caracterizado por su audacia demoledora en poner nombres a las cosas que lanzaba en tromba a su pila bautismal en leyes como la del sí es sí, memoria democrática, Trans, delito de sedición y de impunidad corrupta sólo para golpistas, independentistas y ladrones. Ahora se atraganta con la palabra amnistía, hace pucheros, y diseña fugas a lo Johann Sebastian Bach porque, según él, está «negociando» con los liberticidas cómo reducirnos a la condición de súbditos sin leyes justas, sin igualdades, sin libertades. Pero eso sí: con unas inmensas tragaderas. Tiranía sin réplicas, y ¡¡¡ar, ar, ar!!!.

¿Qué quieren que les diga? Pues que ahora mismito nos toca a los poetas –que usamos la metáfora y la hipérbole para resaltar lo innombrable– poner nombre concreto a las fechorías de los tiranos con acento enfático, con desparpajo, y con una filosofía diáfana que resista, a la vez, las mordidas y las truculentas ambiciones del tiempo político de esos tiranos, y de los bobos de Coria que menudean a su alrededor.

Y hacerlo precisamente ahora que a los poetas apenas se nos oye, porque hablamos tan bajito que parecemos silencio unánime y cristalino. Los pequeñísimos detalles, que nos sueldan a la actualidad mediática, revelan qué repetitivos y qué poco originales somos. En política cero. Menos mal que, por tradición libertaria, tenemos el camino trazado. En cuanto a tiranías fácticas se refiere, lo diseñó Guillén –allá por 1957– en un largo poema, titulado «La potencia de Pérez», centrado en definir y en clarificar qué fue y en qué se fundó la tiranía franquista. Una consideración concreta que se convirtió, por su exactitud, crudeza, realidad histórica y peso sociológico, en la metáfora universal de toda tiranía.

¿Y por qué, lo titula «Potencia de Pérez»? Porque con ese apellido tan común como español, la vulgaridad del tirano adquiere un rango de tiranía popular, cercana, identificable, tumbativa: «Ése precisamente, Pérez, López,/ la historia habría sido…/ ¡Mediocre formidable! Viento en vela,/ y sus dos manos en la manivela». Qué magnífico antecedente de esta potencia de Sánchez & Sánchez, ya sanchísimo, que determina toda actividad política, ideológica, social y económica con un Frankenstein de nominalismos torpes y de amnistías cosidas con alambradas, que todo se lo juegan al cara y cruz de la ambigüedad y del lenguaje de lo innombrable. Guillén en esto es intratable, clarividente, directo. Se pregunta: «Hay déspotas ahora?». Y responde que los hay y muy sutilísimos: el déspota se esconde en «un último pudor/ subsiste en el lenguaje./ Soberana palabra: último poderío». Tiranía en los hechos sometidos al imperio de las palabras.

Como ocurría en La potencia de Pérez, Sánchez es la termita que horada y tritura todas las instituciones del estado como la fatalidad de un estado democrático. En primer término, él es el «Jefe» indiscutible que diseña todas sus campañas de investidura porque su «victoria es santísima», y sus adversarios no son más que estorbos, escalofríos que dificultan la creación de una «patria unánime»: Tiranía de empresa para cimentar un nuevo orden constitucional de inequívoca odediencia con corruptelas laberínticas.

A este inicial propósito, se suman en Guillén los distintos coros que, con vocación catedralicia, componen sus cantatas al tirano para que lo innombrable resuene como un lenguaje sublime. Y surge, en primer lugar, el nuevo «coro de la burocracia» como una mantis religiosa que, con cita previa, devora números y nóminas con un afán pantagruélico: «que pase el número trece». Tiranía subvencionada. A continuación aparecen el «coro de la policía», el «del Partido» y el de la nueva «Clerecía» como piezas articuladas del autócrata que, en un «repertorio fino» ofrecen al votante «brida y crin», y «el anillo en la mano del guía». Oh tiranía de las clavijas prietas y relucientes.

Así que no, nada de esperar como sopa boba al «Pérez bien ungido», versus Sánchez investido. Como ayer se gritó en Barcelona, en mi nombre ni de coña, o como dice Guillén: no a este «terrible Pérez, que se llama Pérez y que lo es». Oh Tiranía de «embrollo y perifollo» tan sanchuna.

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