De Augusto Cobos o el sano ejercicio de la política
La política no sólo da disgustos. En ocasiones sorpresas. Gratas sorpresas. Y no sólo es un arte de cuchilladas al hígado. También, en ocasiones, pocas, es un oficio de honestidad con los que han sido honestos. Honestos, trabajadores y dedicados a la causa de las gentes, que debería ser la única causa de la política, e incluso su consecuencia. En ocasiones. Una de esas ocasiones es el oficio de justicia y recompensa perpetrado por el superconsejero Carlos Fernández Carriedo, previa recomendación del presidente de la Junta, Alfonso Fernández Mañueco, con el que hasta el miércoles mismo fue delegado de la Junta en Valladolid a propuesta y decisión del ya fallecido partido Ciudadanos. Augusto Cobos hizo el bien y no miró a quien. Trabajó a destajo y no condicionó su acción constante en la pandemia al color. Sobre todo al color del ego. Organizó a la perfección las vacunaciones en Valladolid, incluso asumiendo y corrigiendo los espantos de los necios del departamento de la nefasta Verónica Casado, que por cierto, ¿cuándo va a volver a la consulta a la que dijo que volvía? ¿O le van a seguir firmando permisos sus amigotes colocados por ella? Cobos trabajó. Actuó. Y calló. Sin la arrogancia de los que fueron sus compañeros de partido, que en más de una ocasión en vez de naranja lo pusieron colorado con sus estúpidas ocurrencias. Nadie podrá atribuirle al PP la generosidad de haber recompensado a Cobos por su lealtad ascendiéndole a director general del ICE, organismo vital para la dinamización económica de Castilla y León. La generosidad siempre fue de Cobos con los ciudadanos a través de sus acción como representante de la Junta en Valladolid. Cobos llegó a la política para servir. Por eso sigue. Otros lo hicieron para ladrar. Por eso acabaron en la perrera con bozal.