La maleta real
TIENE TELA
NO SE LIBRA NI EL TATO. Los seres humanos tenemos un gran problema personal y filosófico a la hora de hacer la maleta. Por un momento, me imagino lo difícil que ha tenido que ser para don Juan Carlos hacer su maleta en la Zarzuela y elegir entre las cosas del cuerpo y del alma que han jalonado su larga vida: vivencias, emociones, recuerdos, viajes, recortes del Hola, lo íntimo de su vida familiar, y lo público como Jefe del Estado. Si para cualquiera supone un dilema, ¿qué no habrá sido para un Rey decidir qué se lleva de España?
Asunto dramático que, inevitablemente, me lleva a una de las mejores obras de mi amigo José Luis Alonso de Santos, titulada "El álbum familiar". La trama empieza con alguien que hace su maleta: «¿Has acabado ya tu maleta?». A lo que responde el joven protagonista: «No sé qué meter dentro. ¿Qué tengo que llevarme, mamá? ¿Qué tiene uno que llevarse cuando se va?». Crucial pregunta ante el conflicto de una decisión vital: saber que, a la postre, nos movemos entre el álbum familiar de nuestro pasado y la maleta que tendremos que hacer para el futuro.
Todo un dramón filosófico que rondó al propio Rey, aunque de cara al polvo de la calle, y a los intereses mediáticos de las televisiones, todo se cuente con la habilidad finalista de un juego de póker y en clave popular y populista. Sólo hay que escuchar los razonamientos que ayer mismo me dio mi vecina Carmina. Está hecha un lío con esta compleja cuestión en la que se mezclan sin piedad las churras con las merinas: Monarquía sí o no, las consecuencias de liarse con una pelandusca cuando eres mayor, lo malo que tiene el dinero que se te pega en las manos al pasar cerca, y dar a cada uno lo que en justicia se merece, pero según el criterio de su marido que menuda injusticia, decía la pobre.
Al oír las vueltas y revueltas que daba Carmina en torno a este tinglado, yo pensaba en el peligro que entraña ser justicieros con los problemas ajenos y nada con los propios. Hamlet tiene al respecto una ecuanimidad muy práctica: «Si se da a cada uno lo que se merece, nadie se salvaría de ser azotado».
Efectivamente, porque el trabajo de ser rey en una democracia parlamentaria tiene un problema añadido: que ha de ser ejemplar y parecerlo. Lo mismo ocurre con otros cargos del Estado como ser presidente del Gobierno o vicepresidente, que tampoco conviene asumir esas funciones tan alegremente, aunque sean electos, sin aceptar esa misma responsabilidad. Aquí no valen los razonamientos que se hizo el emperador Claudio cuando el senado de Roma le juzgó por corrupción, es decir, por quedarse con la pasta. El divino emperador no se anduvo por las ramas y, esta vez sin tartamudear, fue directo al negocio: «Si no me puedo quedar con lo que quiera, ¿para qué me sirve ser emperador?».
Los padres de la patria se quedaron perplejos, claro. Y es que, señores, esta es la cuestión: el poder sólo es tentador porque puedes quedarte con lo que quieras, aunque luego te la puedas cargar por un racimo de uvas. Aquí hay una contradicción que, evidentemente, les ha dado muchos disgustos a reyes y a gobernantes de todas las épocas y regímenes.
Dicho lo cual –que «nada me parece justo/ en siendo contra mi gusto», según Calderón en "La vida es sueño"–, esto nos devuelve otra vez al pateo de la calle y a los tejemanejes de Carmina con las intrigas del corazón: No veas, Antonio, la que hay liada en la carnicería que es como el Congreso de los Diputados del barrio. El carnicero ha puesto un cartel que pone «¡Viva el Rey!», y el panadero de al lado otro que dice «Basta de golfos y de reyes, que trabajen como yo». Están todo el día y la greña. Hay vecinos que están con el uno o con el otro.
¿Y tú, Carmina, con quién estás? Qué quieres que te diga, a mí me da mucha pena del Rey, aunque se haya liado con una alemana despechada y medio loca. Cuando andaba con españolas nunca tuvo problemas. Y es que nada como las de casa, que somos más calladitas. Haya hecho lo que haya hecho, me da mucha pena. Ya ves, ahora anda por el mundo, con lo mal que anda, tan mayor, solo con su maleta, con mascarilla, y sin tener donde caerse muerto. Mira, hijo, por mucho dinero que haya robado –el Supremo ha dicho que no tiene causas pendientes–, a saber ahora dónde lo entierran cuando se muera. Igual lo meten en la tumba de Franco que está vacía.
Al ver que empezaba a delirar, corté por lo sano: no te embales, Carmina. Pensé en la cantidad de locuras y disparates que están circulando estos días por España a propósito de la salida del Monarca. Ver caer al poderoso es una gran afición humana y, entre nosotros, la burla por el dolor ajeno es una pequeña venganza a nuestras caídas personales por los dolores de cada día. No somos nadie. Lo decían, a su modo, los filósofos griegos que inventaron nuestra cultura, o eso que ahora llamamos cultura: «somos juguetes del destino».
En fin, amigos, que la maleta del Rey ya estará ahora en otro escenario muy distinto. Aquí todo seguirá con otra película de la que hablaremos otro día, pues esto no acabará. La vida sigue como en el cine y en la televisión.