Diario de Castilla y León

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Hace exactamente diecinueve años me encontraba en la cúspide de las Torres Gemelas . Un símbolo, sin duda, de desarrollo, poder y progreso. Otra cosa es que luego cada cual entienda hacia dónde debe dirigirse con sensatez lo que ha de progresar. Aquellos inmensos edificios eran un mito moderno de la identidad genética extrauterina, un parto arquitectónico sin más dolor que el de leves rasguños a alguna nube que navegara en vuelo bajo, despistada. Mirar desde aquella última planta acristalada la lejanía de los tejados, tan hundidos, de unos rascacielos infantiles, mezclaba el asombro con la incredulidad.

Unas semanas más tarde, con imágenes de televisión en directo, el terrorismo islamista fulminaba con sendos aviones secuestrados aquellas moles que semejaban gigantes invencibles. Y emergía con fuerza la figura de la violencia suicida, alimentada con creencias de un peligroso primitivismo tribal. El exceso de carga sensorial de algunos libros sagrados sobre las ventajas de todo tipo en los paraísos del más allá aparecía como un peligro palpable. El matrimonio entre lo instintivo y lo legendario ofrecía unos hijos sanguinarios.

Resulta interesante introducirse por el laberinto conductual de lo instintivo del pensamiento romántico, en contraste con lo romántico -siempre peor visto- del relato instintivo. La tauromaquia es el mejor campo de batalla para calibrar peligros, excesos y hechos sublimes de lo anterior. Resulta tan real e incontestable que cada vez más existe una corriente que hace ascos a la lidia. Los alfareros no tienen nada que hacer frente a los fabricantes de plástico. Y eso que, como en los toros, la ecología -la de verdad- debería ser amante con inigualable voluptuosidad de Joselito y Belmonte .

Hace diecinueve años el terror entró por la televisión en forma de aviones mortíferos. Ahora el escalofrío es invisible. No es lo mismo el terrorismo que la biología, aunque se nos haya querido confundir con símiles bélicos.

De todo aquello, y ahora de esto, me quedo con anteponer la vida al determinismo, con una ética entusiasta. Esa que no rechaza lo religioso, pero que se sonríe pícaramente ante los dogmas embaucadores.

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