Diario de Castilla y León

José Luis Prieto Arroyo

Lecciones del coronavirus

TRIBUNA

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SIEMPRE HE DEFENDIDO  que al gobernante hay que apoyarlo mientras dure su mandato, singularmente, cuando lo hace mal. Es la penitencia más leve que debe asumir quien ha cometido el error de votarle para que disponga como le plazca del poder que el voto le otorga, en justa correspondencia con aquella sentencia de que toda buena acción acaba encontrando su merecido castigo.

La arbitrariedad en el ejercicio del poder no debería ser castigada con mayor pena que la incompetencia, la desidia, la prepotencia o la soberbia, pues el elector sabe que su ciego voto -guiado casi siempre por una acomodaticia falta de información y orientado básicamente por aspectos emocionales, cuando no por la mera apariencia física- puede conducir a elevar a la cima del poder a gobernantes igualmente desinformados que gobernarán sobre la base de decisiones emocionales en la certeza de que los errores de su decisión quedarán impunes, desde el supuesto de que en las siguientes elecciones el elector seguirá idéntico patrón para introducir su voto en las urnas.

Pero he aquí que ha irrumpido en nuestras vidas un nuevo coronavirus, COVID-19, que ha hecho tambalear buena parte de nuestras bien asentadas creencias, puede que incluso la bien arraigada de que no es posible el desarrollo social y el bienestar económico sin la clase política, creencia de base no menos dogmática que las promovidas desde el ámbito de la religión y otras formas de pensamiento mítico, aun después de haber sido empíricamente comprobado -en países que han tenido la experiencia, como Bélgica e Italia- que las cosas no funcionan peor sin Gobierno. Y así como el dogma religioso cuenta con el infierno para que la feligresía no decaiga, el dogma político cuenta con el anatema de los totalitarismos de uno u otro signo, si no comulgamos con el voto ciego democrático. Ciertamente, esta crisis concreta ha venido a exacerbar el tópico de que cualquier crítica al Gobierno de turno te sitúa ideológicamente en la oposición más extrema, con independencia del carácter reflexivo de dicha crítica, de su nivel lógico y de la componente informativa de su base argumental.

Hasta la llegada de la pandemia, todo proceso electoral, cualquier proceso electoral, ha venido dando por bien amortizados los errores cometidos en el mandato anterior. Y ha venido siendo así, porque las consecuencias de los errores se han estado moviendo en unos intervalos que, aun en su extremo de gravedad, no tenían consecuencias auténticamente calamitosas, entre las que bien pudieran incluirse las de la última gran crisis de 2008, como la pérdida de derechos laborales cuyo logro precisó de luchas centenarias y que hoy todo el mundo parece haber olvidado. De esa crisis económica todavía no superada y del dramatismo ocasionado por el cambio climático, las sociedades desarrolladas han aprendido la necesidad de introducir cambios de cierta envergadura en el devenir histórico, cual es la quiebra de la economía lineal imperante desde la industrialización del XIX y el desarrollismo incontrolado del XX. Pero esta crisis es diferente.

Y no va solo de cambios en los modelos económicos -que ya se estaban produciendo-, entre otros, una especial clase de desglobalización todavía no bien definida pero cierta; tampoco de giros en los estilos de vida -que ya se vienen implantando-, entre otros, la ruralidad vivencial, una especial clase de estar en el mundo todavía no bien definida, pero dando señales de que ha venido para quedarse. No, no va de estos ni de otros cambios de similar alcance, sino de otros más profundos, sobrevenidos del cuestionamiento del ejercicio del poder en los regímenes democráticos.

Para entenderlo mejor, veamos algunas de sus manifestaciones en la gestión de la pandemia, con rasgos bien diferenciados entre los distintos países y que, no siguiendo modelos puros, van desde tipos más próximos a lo que pudiéramos denominar modelo “economicista” -que entrega la solución a la selección natural, aplicado en países como Nicaragua e, inicialmente, en otros como Brasil o Inglaterra- a otros más cercanos a lo que pudiéramos llamar modelo “sanitario” - con grandes diferencias de aplicación entre unos países y otros, caso, por ejemplo, de Alemania y algunos países nórdicos europeos que gozan de sistemas sanitarios poderosos y eficientes, así como de sociedades bien estructuradas con gran capacidad de respuesta sea cual sea el tipo de crisis a afrontar-. Sin embargo, hay otros países, como España, que aun pretendiéndolo no encajan en este modelo, pues no confían totalmente la solución de la pandemia al sistema sanitario, sino a una parte de él -en este caso, a los profesionales sanitarios-, al constatarse que en otras partes del mismo las deficiencias eran y son más que notorias. Es por esto que, en la solución, ha predominado el mandato político, que la confió mayoritariamente a la privación de derechos constitucionales -bien resumida en el término confinamiento-. El modelo economicista parte del supuesto de que el modelo social puede sobrevivir mejor con los muertos por la enfermedad que con los muertos por hambre después de haber generado gran desorden social. El modelo pseudo sanitario aplicado en España es el propio de la inoperancia por incompetencia de la acción política y descansa la solución en la heroicidad.

Y digo que esta crisis es diferente porque su mala gestión presente y venidera puede acabar con todo un sistema de derechos ciudadanos. Así, la respuesta del confinamiento (nuestros dirigentes presumen de ser los que mejor lo aplican, por su mayor dureza, sin reparar en que va indisociablemente unido al mayor número de muertos por unidad de población, así de torpes son) es una cuestionable respuesta pseudo sanitaria, siendo ante todo el recurso fácil del inoperante-incompetente, vicios no inherentes al dirigente presente, sino también a los que le precedieron, por transmitirle un sistema defectuoso. El asunto se agrava cuando, después de haber venido presumiendo de un sistema sanitario del que carecemos, se eleva: la mentira, a categoría de virtud política; la crítica fundamentada, a rango de insolidaridad dañina para el cuerpo social; las falsas promesas de los estudios que se van a hacer y de los recursos que algún día habrán de llegar -sin entrar en patéticos detalles propios de tebeos del s. XX-, al límbico paraíso de la impunidad. Todo en aras de justificar una privación de derechos basada precisamente en la deficiencia del sistema y en la incompetencia de quienes lo gestionan.

Hoy, cuando se engaña a la ciudadanía con cifras de contagios que nada tienen que ver con la realidad -entre otras razones porque se carece de instrumentos para evaluarla- y sobre los muertos seguimos sin saber la verdadera causa de su muerte, millones de personas se hallan confinadas (previsiblemente después de haber pasado el virus), porque no hay test suficientes ni para identificar al coronavirus ni para confirmar los anticuerpos, lo que supone la impunidad de la prepotencia apoyada en la ignorancia cuando se dice que se está “doblegando la curva” como aval de lo acertado que es el confinamiento. Hoy, cuando comienza a “doblegarse” la curva y ya se habla de desescalamiento, aunque el momento crítico ha pasado, todavía hay sanitarios que se ven forzados a desarrollar su heroica actividad en circunstancias de riesgo personal. ¿Y qué seguridad cabe esperar de un sistema que no es capaz de garantizar la protección de los encargados de aplicarla? ¿Y por qué no los protegieron? Por una razón tan maquiavélica como sencilla: porque si se identificaban a los sanitarios con las pruebas pertinentes, con toda probabilidad habría que mandarlos a casa; así que mejor la solución heroica del sacrificio. 

No hay mejor identificador de la deficiencia de un modelo de sociedad que su grado de apelación a la heroicidad, cuanto más alto éste más elevada aquélla. No vamos a entrar en la gestión de la privación de derechos por parte de los agentes de la autoridad, o de la utilización de las Fuerzas de Seguridad con fines espurios del tipo de la protección de la buena imagen del Gobierno, porque eso merece otro artículo, aunque sí deberíamos dedicar unos instantes a intuir lo que tal ejercicio supone en un futuro de pandemias intermitentes.

Pero es que la incompetencia base de la inoperancia de nuestros dirigentes no solo ha obtenido el fracaso del mayor número de muertos y del mayor atentado a los derechos ciudadanos con la extralimitada privación de su libertad -no solo de movilidad, también de expresión, y con manipulación de la información-, sino que, además, están causando verdaderos descalabros en el sistema económico, poniendo en vilo la paz social como consecuencia de las privaciones que acechan a un país que tiene el dudoso honor de encabezar la mayor pobreza infantil de los países desarrollados, una vergüenza de la que ni las mascarillas antiverdad pueden protegernos, bien es cierto que nuestros gobernantes de hoy y de ayer parecen inmunes a ella.

Pero no nos preocupemos, confiemos en los héroes de turno.

Después de esta pandemia no podremos despegarnos de la losa que supone la amenaza de las que sobrevendrán, pero sobre todo del miedo de cómo las gestionarán nuestros gobernantes venideros. Deberíamos, en cambio, desprendernos de ella y coger el flagelo que nos avive la sospecha de que otra manera de entender el mundo podría pasar por formas distintas de lo que hoy se entiende por gobernanza, entregando a la ciencia y al pensamiento competencias sociales y de gobierno de las que hoy carecen, puestas con beneplácito y acriticismo exclusivamente a merced de un grupo social -una clase devenida en casta- de sujetos cuya inoperancia e incompetencia venimos aplaudiendo un proceso electoral tras otro, emborrachándonos de autocomplacencia creyendo que nuestro voto ciego, desinformado y emocional está contribuyendo al bienestar social, cuando lo que en verdad hacemos es entregar nuestro destino al arbitrio de incualificados que siempre entenderán el poder democrático como absoluto. 

 

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