42 ANIVERSARIO ESTATUTO DE AUTONOMÍA
Discurso de Pollán en el aniversario del Estatuto de Autonomía de Castilla y León
La Semana Santa de Castilla y León recibe la Medalla de las Cortes en el Día del Estatuto

El presidente de las Cortes, Carlos Pollán, en el Acto institucional de conmemoración del 42 aniversario del Estatuto de Autonomía de Castilla y León
Las Cortes de Castilla y León acogen el acto conmemorativo del 42º aniversario del Estatuto de Castilla y León, un texto que ha sido reformado oficialmente en tres ocasiones, la última vez en 2007. Congregados los representantes de distintos ámbitos de la Comunidad, quienes presenciaron el discurso del presidente de las Cortes, Carlos Pollán, en un acto que también entregó la Medalla de Oro de las Cortes a la Semana Santa, recogida por Javier Burrieza, doctor en Historio por la Universidad de Valladolid.
Discurso de Carlos Pollán
Día a día, la actualidad se encarga de demostrar que aquellos que popularizaron la expresión «cabalgar contradicciones» no lo hicieron para justificar la adecuación de sus presupuestos políticos a la pura y dura realidad de un tiempo y de un lugar determinados. Lo hicieron, más bien, para otorgarse a sí mismos patentes de conductas que, con doblez, criticaban en los demás. La fórmula, en consecuencia, no procede.
Otro tanto puede decirse de la fórmula del «imperativo legal». Suelen emplearla como coartada quienes, contrarios a la idea de España, acceden a un cargo público para el cual se exige lealtad a la Constitución, a la unidad nacional y a la Corona.
Tampoco procede esta fórmula. Y no procede no porque yo aspire a ser un defensor tan apasionado como esforzado de mi patria. No procede, sencillamente, porque hoy comparezco ante ustedes por voluntad propia, libre de todo imperativo. Exactamente igual que el día en el que tomé posesión de la presidencia de las Cortes de Castilla y León.
Aquel día, asumí una responsabilidad. Una enorme responsabilidad. Y me hice acreedor de un honor. Un inmenso honor. Y lo hice, ya digo, por voluntad propia, libre de todo imperativo. Es aquí donde algunos ven contradicción con mis planteamientos políticos. No la hay. Como no la hay, insisto, en el hecho de que hoy, día del Estatuto de Castilla y León, yo esté aquí pronunciando este discurso. Sin más dilación, paso a explicarles por qué.
No me canso de leer y releer el preámbulo del Estatuto. De igual manera, no me canso de recomendar su lectura y relectura. Si los preámbulos llevaran títulos, este en cuestión podría ser: «Lo que España y también el mundo deben a Castilla y León».
Como refleja el preámbulo, Castilla y León ha contribuido de manera decisiva al germen y consolidación de instituciones como las del parlamentarismo, los municipios o la universidad. Igualmente, llevan el sello de esta tierra grandes logros como los derechos humanos o productos culturales de uso masivo y creciente como la lengua castellana. Por no hablar de una de las cosmovisiones más beneficiosas jamás pensadas. Lo han adivinado. Me refiero a la hispanidad.
Esto, por lo que respecta al preámbulo del Estatuto de Autonomía. En lo tocante a su parte dispositiva, lo mejor que se puede decir es que ni su espíritu ni su letra pretenden la desigualdad entre los españoles mediante la consagración de hechos, más que diferenciales, separadores. Esto es así, porque castellanos y leoneses nunca hemos pretendido ser más que el resto de españoles. Tampoco menos.
Informado de la madurez de nuestro pueblo, el legislador, por Ley Orgánica 4/1983, de 25 de febrero, se limitó a adecuar la realidad política de las nueve provincias que componen Castilla y León a la entonces nueva organización territorial del Estado; modelo del que, ayer como hoy, se puede legítimamente discrepar, sin que ello sea motivo para la extrañeza ni para la polémica.
Muchos de ustedes me conocen y saben que no me mueve la polémica por la polémica. La polémica, en caso de darse, nunca ha de ser buscada, siempre ha de ser la consecuencia no deseada de la imperiosa necesidad de decir lo que se piensa. Desde luego, el gusto por el ruido es una pésima cualidad para desempeñar un puesto como el que ocupo.
Desempeño que procuro revestir de una muy justa, necesaria y saludable neutralidad institucional, la cual nos señala que los cargos públicos han de ejercerse siempre en beneficio de todos, no de parte, mucho menos, de partido.
Sin embargo, la neutralidad institucional no conlleva la prohibición de pronunciarse sobre el acontecer político del mundo en el que vivimos ni, con mayor motivo, de nuestra nación. Tampoco significa dimitir de los principios y de la pasión que nos han llevado a comprometernos políticamente, cada quién los suyos propios.
Esos principios y esa pasión no son un complemento de quita y pon. Esos principios y esa pasión son los que deberían guiarnos con paso firme, sin vacilar, por la realidad volátil, incierta, compleja y ambigua en la que se ha convertido el mundo y, en una medida no menor, el día a día de la política española.
Con esto, adelanto una posible crítica a mi discurso: la de traer a colación asuntos nacionales, incluso internacionales, en detrimento de los puramente propios de Castilla y León. Crítica esta que suele formularse al término de no pocos plenos, y no dirigida solo a mí.
El argumento es fácil de desmontar. Basta con preguntar a nuestros agricultores y ganaderos si sus trabajos y sus días se ven afectados o no por las decisiones tomadas en lejanos despachos por burócratas que jamás han pisado el campo.
Sin viajar más allá de nuestras fronteras, sería suficiente con afirmar que la vigente organización territorial de España, a la que me refería antes, no configura sus regiones como compartimentos estancos ni, por tanto, como cámaras de eco. Hay, además, una cuestión de afectos.
Un leonés de Villasimpliz de Gordón, por ejemplo, puede sentirse concernido, no ya por lo que suceda en su pueblo o en el de al lado, sino por situaciones acontecidas en otros lugares, más o menos lejanos, del territorio nacional.
Sirvan, a modo ilustrativo, las tensiones fronterizas en Ceuta y Melilla, el elevado coste de la vida dentro de la M30, la conculcación de derechos a castellanoparlantes en cantidad de escuelas de Cataluña, el desmantelamiento industrial de la margen izquierda del Nervión, la lacra de la despoblación en El Maestrazgo turolense, la falta de inversión pública en Extremadura o la inseguridad callejera en barriadas como la de El Puche, en Almería.
O, por reducirlo a un único ejemplo, un español cualquiera, no importa su lugar de nacimiento o residencia, puede -y, en este caso, debe- sentirse concernido por el drama que sufrieron miles de compatriotas por la catastrófica riada de finales de octubre, principalmente, en Valencia.
Quiero señalar con esto que no hay inquietud que no pueda tomar forma de debate en este hemiciclo. Cuestión diferente es el alcance competencial de esta cámara a la hora de legislar sobre la cuestión que sea. Cosa distinta, igualmente, es el sentido de la oportunidad a la hora de plantear controversias. No se trata, por tanto, de dónde trae su origen tal o cual cuestión. Se trata de en qué medida los debates interesan o afectan a los habitantes de Castilla y León.
El gran riesgo que corremos como representantes políticos es el del ensimismamiento, un lujo que no podemos permitirnos, mucho menos con cargo al bolsillo del sufrido y honrado contribuyente. Urge achicar la brecha que en los últimos años no ha hecho sino aumentar entre la clase política y la sociedad civil. Para ello, es condición necesaria abandonar todo maximalismo ideológico, desaprender a marchas forzadas la odiosa jerga del politiqués y volver a sentir con el sentir del pueblo, en eso que siempre ha dado en llamarse sentido común.
Por si alguien albergara dudas, nuestra misión no es proteger a la gente de la gente misma. A la gente no se la tutela. A la gente se la escucha. Si no lo hacemos, mereceremos ser sepultados por nuestra arrogancia y arrinconados por el nuevo signo de los tiempos.
Hacer del sentido común el principio rector de la política no significa reivindicar el pensamiento único. Viva siempre la diversidad de opiniones. Son un medidor de la viveza intelectual de una sociedad y un indicador de su grado de libertad. Que nadie tema pensar distinto, ni siquiera cuando de lo que se disiente sea de los grandes consensos. Hagamos de estas Cortes una escuela de la crítica, el argumento y la discusión. Bienvenidos sean los debates apasionados.
Que nuestro apasionamiento, eso sí, no nos lleve a perder de vista la distinción entre ideas, opiniones y conductas por un lado y, por el otro, las personas. No es cierto que toda idea, opinión o conducta sean respetables. Las hay detestables. Que no nos tiemble la voz a la hora de señalarlas. Quienes son respetables, no importa el tiempo y el lugar, son las personas. Todas. Siempre.
Tengamos esto claro cada vez que hagamos uso de la palabra. Y digo bien: «la palabra». Argumentalmente, no se conoce una herramienta más eficaz, por más que en los últimos tiempos se haya popularizado el uso de elementos ajenos a la ortodoxia parlamentaria. Todos sabemos de qué hablo.
Transíjase con dichos elementos si se emplean con moderación, de forma puntual y como refuerzo a un argumento, si bien la palabra debería bastar por sí sola para sostener un discurso de principio a fin. No se transija, en cambio, cuando lo que se busca son los cinco minutos de fama tuitera o la gloria efímera del zasca, con la indeseable consecuencia de convertir este hemiciclo en un circo de varias pistas. La palabra clave es «respeto».
Respeto, en primer lugar, por los trabajadores y funcionarios de esta casa. Y pongo como ejemplo a nuestros ujieres. Cuánto tenemos que aprender de su saber hacer, de su mejor estar y de su sentido de lo institucional, sin tacha.
Respeto, para continuar, por los ciudadanos, en ocasiones, contribuyentes muy por encima de sus posibilidades. El día en el que nos pongamos de acuerdo en qué es gasto público necesario y qué es gasto político superfluo, habremos dado un enorme paso para el alivio de la presión fiscal. Mientras ese día no llegue, sí está a nuestro alcance ahorrar a la ciudadanía la vergüenza ajena por determinados numeritos extemporáneos.
Y, finalmente, respeto por nosotros mismos. Se aproxima más a la categoría de «regla» que a la de «excepción» el número de procuradores que desempeña cabalmente su mandato, pateándose su circunscripción, reuniéndose con agentes de la sociedad civil, estudiando a fondo los asuntos y manteniendo el decoro parlamentario en plenos y comisiones.
Todos ustedes saben que en mis intervenciones en medios de comunicación y en actos públicos nunca he sido dudoso en la defensa de la labor desempeñada por los procuradores de estas Cortes, sin hacer distinciones por su signo político.
Defensa y labor que no nos exime a ninguno del deber de la ejemplaridad. Deber, a su vez, que exige de nosotros tantas dosis de «ser» como de «parecer». A este respecto, me es grato anunciarles la constitución reciente de un grupo de trabajo integrado por un miembro de cada una de las tres formaciones con asiento en la Mesa de las Cortes.
El objetivo es el análisis y la búsqueda de conclusiones para dos de las asignaturas pendientes de estas Cortes desde su constitución. Por un lado, el régimen de incompatibilidades, cuyo desarrollo compete a la Mesa, según señala el Reglamento en su artículo 31.1. Por otro lado, la excepcionalidad que supone que esta sea la única cámara legislativa de España en la que no todos sus parlamentarios tienen dedicación exclusiva.
Dicho grupo ha tenido ya una primera sesión de trabajo y pronto celebrará la segunda. Que nadie espere resultados inmediatos, pero sí una voluntad decidida por la transparencia, tanto en las cuestiones que he señalado como en otras que puedan surgir.
Pesa en el ánimo de los miembros del grupo de trabajo la necesaria rendición de cuentas ante los ciudadanos de Castilla y León, el respeto debido a los funcionarios y trabajadores de esta casa y el buen nombre de todos quienes ostentamos el honor de ser procuradores en Cortes.
Buen nombre que me van a permitir personalizar, a modo de homenaje, en los de Javier Carrera Noriega e Inmaculada García Rioja, con una mención especial para alguien que, si bien no es procurador, sí está vinculado con estas Cortes desde sus inicios: Edmundo Matía Portilla.
Javier Carrera, procurador fallecido el pasado 9 de octubre, fue un ejemplo para estas Cortes, particularmente desde que se le diagnosticó su enfermedad hasta el momento mismo de su muerte.
Con motivos sobrados para aminorar su actividad, Javier no delegó sus responsabilidades. Y no eran estas menores, precisamente. Súmese a esto las obligaciones derivadas de su acta de procurador por Valladolid; acta de la que siempre se sintió orgulloso y obligaciones que cumplió con gusto.
Carrera tenía una clara vocación de servicio público, por más que se hubiese incorporado a la política pasada ya una edad, procedente del sector privado, en concreto, la banca, con incursiones en los terrenos del deporte, la aviación y la literatura.
Quienes formamos parte de estas Cortes recordamos los últimos, largos y dolorosos meses de Javier. Era habitual verle por los pasillos, dirigiéndose, cada vez con mayor esfuerzo, a una de las comisiones de las que formaba parte. O en los plenos, haciendo sitio en su escaño a un dispositivo portátil ideado, no para llamar la atención, sino para su necesario tratamiento contra el cáncer.
De igual manera, quienes formamos partes de estas Cortes recordamos la intervención de Javier en el pleno de aprobación de los presupuestos 2024, celebrado el 30 de abril. Como responsable del área económica de su grupo parlamentario, VOX, hizo despliegue de sus amplios conocimientos en la materia. Nada reseñable, de no ser por estar recién operado y porque la enfermedad iba manifestándose en él cada vez más y peor.
El 11 de septiembre de 2024, Carrera hizo su última intervención en el hemiciclo. Defendió una PNL que fue rechazada en pleno, a la vez que su figura crecía a ojos del resto de procuradores. Físicamente, Javier era un pálido reflejo de lo que había sido, si bien la convicción con la que exponía sus argumentos era la de siempre, si acaso redoblada.
Intuyendo que a Javier Carrera le quedaban apenas horas de vida, los portavoces de los distintos grupos parlamentarios aprovecharon su turno en la sesión plenaria de 9 de octubre para reconocer su labor y su ejemplo. Esa misma tarde murió. Lo que fue un espontáneo homenaje adquirió carácter oficial en el pleno de 29 de octubre, con el reconocimiento unánime de todos.
En nombre de su familia, en el de sus amigos y en el mío propio, quiero agradecer a todos los grupos parlamentarios de esta cámara su cercanía con Javier en sus últimos momentos. Insisto: a todos los grupos parlamentarios, sin excepción.
De no haberse dado dicho reconocimiento, mi recuerdo del compañero y amigo habría permanecido en los límites del afecto personal. Pero el reconocimiento se dio y eso me animó a proponer a Javier Carrera para la medalla al mérito parlamentario de las Cortes de Castilla y León. Esta vez, la unanimidad no pudo ser.
Como presidente de las Cortes, no me quedó sino acatar la voluntad manifestada por los distintos grupos, reconociendo idéntico grado de legitimidad a los que consideraban oportuno otorgar a Carrera la medalla a título póstumo como a los que no.
Por eso, mi sorpresa, mi indignación y mi dolor cuando hubo quien, por negarse a sostener en público lo manifestado en privado, me responsabilizó de que la propuesta no prosperara por dudar yo de que concurrieran los requisitos necesarios. Falso de toda falsedad. Fui yo quien propuse a Carrera para la medalla.
Lamento traer a colación tan desagradable episodio, pero no se me ha dejado alternativa. Llegar a la política pasados los cincuenta supone la enorme ventaja del desapego por el cargo, pues uno goza de una ocupación y un lugar a los que volver. Ya siento si alguno no puede decir igual. Ventaja a la que añado la doble de haber gozado de la amistad de Javier Carrera y la de que su ejemplo sea para mí un modelo de conducta. Que nadie confunda talante conciliador con apocamiento de ánimo. No voy a tolerar insidias. No las voy a tolerar. Dicho esto, doy por cerrada una polémica en la que nunca deseé verme envuelto.
No fue el nombre de Javier Carrera el único que propuse para la medalla del mérito parlamentario. Otro fue el de Edmundo Matía, miembro del Cuerpo de Letrados de las Cortes de Castilla y León desde 1983.
Como letrado, Edmundo ha participado en la tramitación de más de 90 leyes, destacando su intervención en las distintas reformas del Estatuto de Autonomía, así como la aprobación del Reglamento de la Cámara y sus sucesivas reformas, sin olvidar su papel activo en una veintena larga de leyes de presupuestos. Además, Matía ha ejercido como secretario general de las Cortes de Castilla y León en distintos periodos y con diferentes presidentes.
En su larga lista de méritos, destaca su nombre como un referente en el Derecho Parlamentario español, con numerosos estudios publicados y muchas horas dedicadas a la docencia.
Méritos todos que me llevaron a pensar que Edmundo reunía sobradamente los requisitos para ser merecedor de la medalla. No solo lo pensé yo; también, todos los portavoces consultados. Si no elevé la propuesta a la Mesa fue por la negativa de Edmundo. Negativa que, si bien no comparto, no me quedó sino acatar. Sigo pensando que es un digno merecedor de la medalla al mérito parlamentario de estas Cortes.
Les recuerdo que desde que, en 2006, entró en vigor el reglamento de honores y distinciones, dicha medalla nunca ha sido concedida. Nadie podrá reprocharme no haberlo intentado. De cara a la próxima conmemoración del Estatuto, animo a los distintos grupos a que hagan sus propuestas. Si estas cuentan con unanimidad, y yo continuo como presidente de estas Cortes, las elevaré a la Mesa, como no puede ser de otra manera. La historia de esta cámara la jalonan nombres merecedores de una distinción como esta.
Sin ánimo de inmiscuirme en la decisión de cada grupo, y con el único propósito de que quede constancia de mi recuerdo y mi homenaje, permitan que cite el nombre de Inmaculada García Rioja, procuradora del Grupo Parlamentario Socialista por Zamora, fallecida este martes.
Como recordé en el pasado pleno, Inmaculada, zamorana de Burgos, acreditaba una dilatada trayectoria política, con más de tres décadas de militancia en el PSOE. No solo su partido está de luto. También lo están estas Cortes y el Ayuntamiento de Granja de Moreruela, donde Inmaculada fue concejal.
Inmaculada, además, fue una reconocida profesional de la Medicina, habiendo ejercido su especialidad en el centro de salud de Puebla de Sanabria, principalmente. Fueron numerosas sus intervenciones en esta cámara, tanto en pleno como en comisiones, en las que defendió la necesidad y la obligación de una sanidad pública de calidad, con mayor motivo en el medio rural.
Quiero reiterar mi pésame a su familia, a sus amigos y a sus compañeros de partido.
Igualmente, quiero reiterar mi agradecimiento al resto de grupos por, una vez más, haber demostrado la grandeza de dejar a un lado las legítimas diferencias políticas y hacer suyo el dolor por la muerte de un miembro de esta cámara.
Así fue durante los días en los que Inmaculada estuvo ingresada. Así fue en el tanatorio. Así fue en el último pleno. Así fue en redes sociales. Y así fue en la despedida que le organizaron sus compañeros y amigos en Zamora.
No quisiera acabar mi discurso con el triste recuerdo de la muerte, sea esta la de Javier Carrera, sea la de Inmaculada García, sea la de quien sea. Prefiero hacerlo regodeándome en un logro, no mío, sino de todos quienes formamos esta cámara: la concesión por unanimidad de la Medalla de Oro de las Cortes a la Semana Santa de Castilla y León.
Quiero agradecer su generosidad a las distintas juntas de confradías, muchos de cuyos representantes hoy nos acompañan. Gracias por entender que, por una cuestión de puro procedimiento, había que personificar la concesión de la medalla en un único nombre, en representación de toda la Semana Santa. Ese nombre es el de Javier Burrieza, uno de los principales estudiosos de nuestra Semana Santa. Gracias, profesor, por aceptar. La medalla, al ser colectiva, quedará expuesta en Cortes. Eso sí, todas las cofradías de Castilla y León contarán con su correspondiente documento acreditativo.
Si hay un momento en el que Castilla y León late con un mismo sentir, con un sentido común, ese es la Semana Santa. El significado profundamente cristiano de esos días no excluye al no creyente de la participación. De igual manera, la idiosincrasia local de la celebración no se alza como un muro frente al visitante llegado de fuera. Todo lo contrario. Nuestra Semana Santa es un ejemplo de tradición y de apertura, de identidad y de integración. Y no solo de eso.
La Semana Santa de Castilla y León es también un ejemplo de colaboración público-privada, a salvo siempre el principio de subsidiariedad: lo que puedan hacer por sí solas las entidades menores que no lo hagan las mayores. Nuestra Semana Santa es, fundamentalmente, una expresión guardada, transmitida, vivida y deseada por el pueblo llano, por la sociedad civil.
Además de como un clamor de abajo arriba, del pueblo a las instancias del poder, nuestra Semana Santa también puede describirse de atrás hacia delante, de las generaciones pasadas a las presentes y de estas, a las futuras.
La Semana Santa no surgió en esta tierra de la noche a la mañana ni, mucho menos, con un mandato de inmutabilidad. La Semana Santa o, por ser más precisos, las distintas semanas santas fueron celebrándose aquí y allí y, siendo fieles en gran medida a los relatos evangélicos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, han ido incorporando elementos narrativos propios, siempre por mandato popular.
Para su necesaria vertebración, las sociedades precisan de ritos colectivos, de relatos integradores, de memorias compartidas. La Semana Santa de Castilla y León es un factor generador de todo ello.
No siendo lo único ni lo más importante, nuestra Semana Santa genera, además, un importante impacto económico, como han demostrado distintos estudios. No en vano, Castilla y León es la región de España con el mayor número de reconocimientos de interés turísticos por su Semana Santa, por sus semanas santas.
Hacer la descripción detallada de nuestra Semana Santa provincia por provincia, ciudad por ciudad, pueblo por pueblo, excede con mucho el alcance y contenido de mis palabras hoy.
Sirva como argumento para la concesión de la medalla el asombro compartido por propios y extraños, hoy y siempre, ante tanta maravilla tallada en procesión, ante el sonido de la pasión de los tambores y cornetas de las bandas, ante la precisa organización de hermandades y cofradías, ante el colorido de los sayones y ante el recogimiento, el bullicio y el respeto de un pueblo, nuestro pueblo.
Y todo en un escenario de patrimonio histórico-artístico sin igual: las calles y plazas de los municipios, las ciudades y las provincias de Castilla y León.
Nostra et mundi. O sea, nuestra y del mundo. Así podríamos definir la Semana Santa de Castilla y León… y muchísimas otras expresiones con razón de vecindad en esta tierra.
Nostra et Mundi, a propósito, es el nombre del muy ambicioso proyecto de la Fundación de Castilla y León, en colaboración con estas Cortes. Resumidamente, se trata de
ocalizar, catalogar y difundir el patrimonio de Castilla y León disperso por el mundo. Aunque se trata de mucho más.
Se trata de contarnos a nosotros y de contarle al mundo de qué hemos sido capaces los castellanos y los leoneses, españoles al fin y al cabo, y de qué seguimos siendo capaces cuando, unidos, nos proponemos algo grande.
Como principio inspirador de nuestros afanes cotidianos, a salvo siempre nuestras legítimas diferencias, no se me ocurre un principio mejor.
En la celebración del 42 aniversario del Estatuto de Autonomía de Castilla y León también ofreció su discurso Javier Burrieza al recibir la Medalla de Oro del Parlamento regional concedida a las celebraciones de Semana Santa de toda Castilla y León.

Carlos Pollán entrega a Javier Burrieza la Medalla de Oro de los Cortes a la Semana Santa
Discurso de Javier Burrieza
La realidad secular de la Semana Santa, con sus elementos prestados, adaptados y transformados como decía el historiador Peter Burke, con su modo de hacer peculiar y lenguaje característico en cada una de las localidades, no solo es posible por la acción de las cofradías, sino por la de tantos ciudadanos y fieles que acuden a participar con ellas en lo que conocemos como “misterios de la fe”. Público que se ve enriquecido por los visitantes que recibimos, aquellos que quizás cuando contemplan los momentos procesionales, no todo lo comprenden pero todo les impresiona. Celebraciones que disponen de una significación exterior por su difusión e interés turístico, denominaciones que 2 tampoco nos deben impedir reconocer las expresiones más desconocidas de nuestros pueblos a los cuales, quizás, en estos días se regresa para cargar sobre los hombros imágenes de Dolorosas enlutadas, realizar descendimientos de Cristos articulados, acompañados por cantos de súplica, perdón y arrepentimiento, desde las catedrales que edificaron nuestras gentes laboriosas del campo pues en estas tierras, para con las cosas divinas, nunca se ha andado con pequeñas expectativas.
Valdría la pena pensar la singularidad que es disponer en Castilla y León con instituciones que en muchos casos superan los cuatro siglos de antigüedad, capaces de abordar contextos históricos cambiantes y no siempre favorables, con el enorme mérito de haber contribuido al engrandecimiento del patrimonio histórico y artístico, de haber definido y dibujado el urbanismo de pueblos y ciudades. Otras cofradías llegan desde trayectorias más recientes pero han respondido a un nuevo tiempo de la Semana Santa en el cual, estas manifestaciones de religiosidad popular se han convertido en señas de identidad de los ciudadanos y de sus propias localidades. Debemos recordar que cuando no existía un Estado con las prestaciones sociales como el actual, las cofradías atendían en sus hospitales a convalecientes, peregrinos, todo tipo de pobrezas, buscaban y acogían a niños abandonados, se ocupaban del acompañamiento de los condenados a pena capital, recogían sus restos repartidos por los caminos y les daban un enterramiento digno. Cuando una institución cuenta con siglos de existencia, no solo es historia sino también presente y, sin duda, las cofradías hoy contribuyen a la atención para con los necesitados, sin fronteras y como auténticos samaritanos. Hermandades y cofradías que superaron los esquemas rígidos de una sociedad estamental pues en su mayoría estaban compuestas por hermanos –por cierto, existía el término histórico “cofradas”– con numerosas procedencias sociales, mayoritariamente laicos, no siempre privilegiados en lo eclesial. Hoy la sociedad necesita el testimonio de los cofrades. No olvidemos tampoco desde estas Cortes, la capacidad que han demostrado las hermandades para gobernarse desde órganos propios, sin que faltasen las controversias con las autoridades, y con capacidad de representación otorgada por Reglas y Estatutos. Detrás de las cofradías hay ejemplos muy propios de las formas de asociarse las gentes, de comportarse y proceder desde, al menos, el siglo XV.
Palabra, liturgia y rito que se debían a las históricas imágenes devocionales que han concentrado las miradas, las rogativas de las gentes que han morado en Castilla y León durante siglos; desde un nuevo género de expresión que denominamos pasos procesionales, obras de importantes y diversos escultores e imagineros que forman parte de la historia del arte internacional, buena parte de ellas desde la madera policromada de nuestros pinares pero recreados también con postizos, mantos y coronas que sin romper con la austeridad de nuestro modo de proceder, aportan verosimilitud a una realidad descarnada y naturalista. Quizás les puede llamar la atención que subraye que nuestras procesiones no son un “Museo en la Calle”… pueden custodiarse a veces en estas instituciones culturales que contribuyen a su 3 conservación y estudio pero una imagen procesional está realizada para recibir las oraciones de los que las recrean con vida, dialogan con ellas, en los escenarios urbanos, en las calles y caminos de nuestros pueblos.
La Semana Santa, acontecimiento religioso, transmitido por nuestros mayores en su vivencia en vasijas de barro, fuente de sentimientos familiares y personales, transformado en acontecimiento histórico, artístico, cultural y antropológico, reflejo también de nuestras pasiones y rivalidades que no pueden faltar, acontecimiento cultural y turístico de primer orden, con su propio vocabulario, colorista en sus hábitos penitenciales, capaces de crear siluetas reconocibles, propio hasta en lo gastronómico. Una Semana Santa de Castilla y León que tiene su punto de partida en la misma tierra sustentante, sin uniformidad, con variaciones sobre un mismo tema, desde esta ribera de espiritualidades y encuentros con lo más alto. La tierra que es capaz de escribir a su manera y de retratar con sus manos la Pasión, en sus nueve provincias y once diócesis, con sus catedrales para hacer estación.
Ya nos gustaría tener a los cofrades aquel don de la bilocación que decían los hagiógrafos que poseía la madre María de Jesús de Ágreda aunque para alcanzar satisfacción en Castilla y León todavía no sería bastante. Es evidente que la Semana Santa ocurre en todos los lugares al mismo tiempo. Y nuestras pasiones personales nos impiden conocer los grandes momentos celebrados por otros. Aprendamos, y hago especial llamada, a apreciar lo que otras cofradías en localidades diferentes realizan con el mismo sentido que lo podemos desarrollar cada uno de nosotros. Demostremos un conocimiento global que contribuya a un aprecio mutuo, pues la historia de Castilla y León no se puede entender y escribir sin conocer la propia de sus celebraciones de Pasión siendo un elemento tan vivo que es capaz de crear polémica y atraer al mismo tiempo a miles de personas que entienden que el mejor tiempo para comprender a esta tierra es cuando despunta la primavera, mientras se anuncia la vida de la naturaleza y la luz del sol comienza a crecer. Que este premio que he tenido la oportunidad de agradecer en nombre de todos mis hermanos cofrades y que permanecerá materialmente en la Cortes, expresión de la voluntad popular, sea recordatorio de lo que colectivamente significa la Semana Santa, para contribuir no solo a su impulso, cuidado y mantenimiento pues no es una pieza solo del pasado, sino a su vivencia en el presente y en el mañana, cuando nuestros hijos y nietos sepan ponerla en las calles y en el alma de las populosas ciudades, de nuestros más apartados y vaciados pueblos. Podemos decir una vez más con Miguel de Unamuno, tras haber contemplado aquella procesión del Jueves Santo: “pasan los pasos y los llevan los mozos”.
Muchas gracias.