Diario de Castilla y León

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Según las crónicas, en Castilla y León tenemos desde el jueves un dato que compartir para la esperanza: la elección de León XIV. Durante su etapa como prior general de los agustinos estuvo en León, en Valladolid, en Palencia, en Ávila, y puede que en algún lugar más. Habla español porque es hijo de española, tiene la solvencia teológica de los padres de Salamanca porque se doctoró en el Angélicum de Roma, y posee una amplísima formación humanística y diplomática que equilibra con su fe católica y universal. Además, en Castilla y León siembra sobre una esperanza verde: la que dejó aquí otro agustino de feliz memoria –Nicolás Castellanos–, que renunció al obispado de Palencia por la razón fundante que traza Lucas en 7, 22: que «los ciegos ven (…), los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados».

Para mí al menos estas son razones suficientes que, de entrada –no es el sucesor de Francisco I como se insiste, sino el sucesor de Pedro en la cátedra de Roma que es algo muy distinto–, marcan ya diferencias esenciales con su predecesor inmediato, que Dios tenga en su gloria.

Al nuevo Papa, por ahora, no se le nota el resquemor pastoral hacia la evangelización española de las Américas, que introdujo la aplicación de los derechos humanos al mundo nuevo y a todas las personas. Tampoco la polarización en la fe, basada en criterios políticos, medioambientales y de progresismo excluyente. Haber elegido el nombre de León XIV ya es una vacuna preventiva. Tampoco se le nota la misoginia –por no dar otras razones que nada tienen que ver con el depósito de la fe– hacia una doctora de la Iglesia como Teresa de Ávila. Por todas estas razones, comparto este brote verde de esperanza que supone la elección de León XIV.

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