Diario de Castilla y León

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Vuelve la tormenta. Hay sistemas de pronóstico del tiempo basados en la tradición, como el conocido sistema de las cabañuelas o la observación del cielo según el popular calendario zaragozano, en los que muchas personas tienen confianza ciega pero que cuentan con la misma fiabilidad que si hago yo una predicción a ojímetro. Por ejemplo, no me equivo si afirmo categórico que cuando se aproximan los carnavales en Burgos tenemos buen tiempo garantizado unos cuantos días antes, para que nos confiemos y arriesguemos a sacar del armario el disfraz de bailarina hawaiana. Luego los de fiesta lo que llega en realidad es la hipotermia, el desfile de carámbanos y alguna pulmonía con lentejuelas. Exactamente lo mismo ocurre en Semana Santa. La primavera asoma la nariz como estos días, la gente se anima, hace planes, estrena sandalias y reserva hotel. Y justo entonces, el invierno se acuerda de que aún puede ser protagonista. Saca la patita y nos recuerda, a base de ventiscas y borrascas, que su contrato no ha terminado. Pues siguiendo este mismo método casero y certero, basado en observar el comportamiento cíclico de la naturaleza y de los humanos, que a veces no son tan distintos, puedo pronosticar sin temor a equivocarme que toda esta guerra de los aranceles, se manifieste en forma de conflicto o de acuerdo de paz, nos va a dejar el resultado de siempre: un encarecimiento del coste de la vida. A estas alturas ya no hace falta un economista, basta con tener algo de memoria. Llevamos años entrenados en este mismo truco de ilusionismo económico. Tras cualquier tipo de sacudida, sea nacional o internacional, siempre se nos empobrece un poco más para que aprendamos a vivir con menos. Lo llaman resiliencia, pero en realidad es resignación de supermercado. Mientras sube el pan, baja la paciencia. Cada nuevo episodio mundial sea una pandemia, una crisis energética, una guerra, un brote de proteccionismo o un malentendido comercial entre gigantes, todo termina con un efecto previsible: otra vuelta de tuerca sobre las rentas más frágiles. Y lo peor es que ya ni hace falta que pase algo. A veces, con la simple amenaza, basta. Solo con oír hablar de ‘aranceles’, los precios se estiran, las facturas suben y los sueldos se encogen.

A esto lo llaman ajustes. Ajustamos nosotros, claro. Los de siempre. Porque mientras las cuentas públicas adelgazan y los servicios se encarecen, los impuestos no se quedan atrás y cuando a algunas administraciones se les fractura el inmovilismo y deciden bajar las tasas, la ideología salta a la yugular. A veces parece que el verdadero termómetro de la economía no es el PIB ni la inflación, sino el tamaño de la bolsa de la compra y la frecuencia con la que miramos el extracto bancario. Y ahí sí que no falla el pronóstico: nublado con tormentas en el bolsillo.

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