Diario de Castilla y León

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¡QUÉ REMEDIO! Ya dije aquí el lunes pasado que estoy de okupa en la casa de mi hijo sin que sirva de precedente. Y aquí sigo. Les diré que mi precedente es una garantía. En mis tiempos de profesor de Instituto en Villalón, los alumnos me pusieron el mote cariñoso de Miserias por una bobería: porque un caramelo, supuestamente fraccionado, me servía para aliviar la afección de garganta en las clases de todo un día. Ya ven qué injusticia, pues incluso hoy mi propio hijo me dice con el mismo cariño: «oye, Miserias, a ver si esta mañana te despachas con una alegría entera».

Así que alegrías y okupaciones caramelizadas las justas, y menos en un verano achicharrante. Mi psicólogo, que sabe mi condición de terracampino sin aparejos, me ha llamado para comprobar mi grado de holgazanería, tras tomarme el pulso, concluyó: estás bien, has cogido el punto y la coma del galbaneo sin más excesos. O sea, que no paso de ser un Miserias en fracciones sostenibles. No como otros.

Me refiero en concreto al salvaje asesinato en Tailandia, que me he tenido que tragar a todas las horas porque he sido incapaz de cambiar de canal en la televisión de mi hijo. Imposible. Para hacerlo se necesita todo un máster complejísimo –2 mandos, 2 conexiones interactivas, 2 confirmaciones en inglés científico y en hispanglis, 2 okeyses para continuar, 2 autorizaciones distintas, y 2 requisitos contradictorios de contraseñas–, lo que me supera del todo. Así que, y sin estar abonado a la cadenita de los…, he tenido que tragarme toda esa atrocidad mediática como justa venganza de una, supuestamente, libertad de expresión. Protesto.

Vayamos al grano. El crimen que, supuestamente, ha perpetrado el caballero español Daniel Sancho –por hablar de alguna manera– contra el caballero colombiano Edwin Arrieta –que ha sido la víctima que ha perdido la vida, a pesar de los interrogantes escénicos–, es una de las transgresiones más horripilantes y violentas que repugnan como hombre, y también como espectador, que ve en directo una representación teatral sucia y manoseada.

Ya el uso sistemático de la palabra «supuestamente», que pone en entredicho la propia confesión del asesino, nos lleva a una manipulación altamente sospechosa y tendenciosa: que los hechos que estamos oyendo y que nos meten por los ojos como imágenes ciertas, pudieran no tener relación con la verdad o con toda ella. 

Un sofisma retórico que, repetido en un programa televisivo una y mil veces, y día tras día, tiene unas consecuencias letales en un proceso mediático que, por veredas sutilísimas, se decantan a favor del criminal: podría ser que, el supuestamente asesino y descuartizador  compulsivo, que vacía la cuchillería del barrio para llevar a cabo con precisión y alevosía su perversidad enfermiza y violenta, pudiera no serlo. Por el contrario, y por la misma razón, la supuestamente víctima en realidad podría ser el inductor capital de su propio asesinato y descuartizamiento. Qué desfachatez de aporía, qué artificio jurídico con planta barroca y churrigueresca tan española pero tan desmontable: en los amores pasionales las apariencias suman más que las verdades.

Impresionan las imágenes del presunto asesino suministradas con una supuestamente asepsia y con una limpieza y belleza surrealistas: serio, guapo, mirando al horizonte con una esperanza desentendida, equilibrado hasta para combinar los colores del envoltorio que disimula las esposas que hace preguntarnos ¿las llevará puestas? Altivo como si los hechos no lo incriminaran, con bañadores de estilo en cada exposición mediática, melena rubia con tinte de Cristian Dior, y con una empatía hacia sus guardianes que parecían los cuidadores de una guardería. Una perita en dulce para una película de suspense en la que se disfraza al asesino con una belleza diabólica y atractiva.

En cambio, qué distintas las imágenes de su víctima. Ahí, en la cadenita de los …, aparecía un madurito de 44 años, con mirada aviesa, de tez hispánica y mezcolanza sospechosa, con dinero para apagar incendios, bailando como una locaza, siempre en escenas histriónicas saltando como un mono, y banalizando su imagen hasta que, presuntamente, nos preguntásemos: ¿Hombre? más bien cerdo que da jamones. Impresentable.

Ahora dicen que en el móvil de Arrieta han aparecido, presuntamente, amenazas. ¿Y? ¿Acaso el juego amoroso no está sembrado de tiras y aflojas, de verdades y de mentiras, de amenazas sutiles, de cambalaches de toma y daca, de presiones, de chantajes que disimulan un coito sobrevenido, de te clavo y te desclavo –si lo escribe con b, doble pecado mortal–, de te odio y te amo, de te mato y te resucito, y de amenazas de muerte ante una ruptura que, presuntamente, hace estragos? Incontables veces. ¿No es así?

Pero hay algo cierto, inamovible, y pericialmente definitivo: no todos cumplen esas amenazas, y contados los que asesinan hasta destripar la entraña de lo que un día fue una catedral ostentosa y admirada.

El resto son variantes para víctimas propiciatorias que pagan el pato. El modelo más dramático se lo inventó Stalin que hizo de sus víctimas un horror para cosechar olvidos, y para enterrar reivindicaciones. Fue tal su tortura destripante y perversa, que algunas de sus víctimas le dijeron al verdugo, supuestamente convencidas de su culpa: «Dígale a Stalin que muero pronunciando su nombre». El modelo más moderno y repugnante se lo inventan sobre la marcha, supuestamente, algunas teles mediáticas con unos comentaristas de idiotez salvaje, transida de melancolía estaliniana: ¿Murió el doctor Arrieta pronunciando el nombre de Sancho? Lo tenía de frente en un despiece a la luna llena de Tailandia. Descansa en paz, Edwin Arrieta.

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